A Bodrum
- Andrea Sarmiento

- 1 feb 2021
- 7 Min. de lectura
–Yo no entiendo a esa gente que se enamora, sin hablar.– dije.
Tú, me callarías la boca de la forma más ruda y a la vez más hermosa que lo han hecho .
Una semana después de haber dicho semejante afirmación, caminé por tu bahía, viendo ese color profundo del mar que te rodea el cual fácilmente representaba mi infinita felicidad solitaria, en un país que me habían vendido muy diferente a lo que estaba experimentando en esas dos semanas que llevaba recorriéndolo.
Después de admirarte un rato, encontré una terracita con un deck sobre el mar. Me senté en una de las dos mesas con parasol que había en esa mini terraza. Pedí una cerveza michelada, una ensalada césar con adición de salmón y me encontré ahí, sola, embelesada con tu belleza. La lechuga crujiente, el sabor aceitoso del salmón, el sonido de las olas, el calor delicioso del sol y una vista eterna, me hicieron sentir sinestésica por primera y única vez, en lo que llevo de vida. Como si eso no fuese suficiente para llenar el alma y el corazón de gozo, después de tomar un sorbo de cerveza salté a tu mar.
El agua estaba tibia, refrescante, serena. Sentía cómo cada molécula del agua que me envolvía me limpiaba la piel, los chakras y el corazón. Bajo el sol, en una terraza solo para mí y en donde me esperaban unas lechugas frescas, un salmón ahumado y una cerveza bien fría, pensé que estaba en el paraíso. No necesitaba nada más. Lejos estaba de imaginarme que tú, Bodrum, me ofrecerías una colección de paraísos que hasta ahora estaba comenzando a vivir.
Con ese solo momento del viaje hubiese sido suficiente, pero en tu abundancia infinita te superabas con cada hora en la que te habitaba.
Salí de ese primer paraíso con mucho esfuerzo. Me cambié, y comencé a explorar tus callejones. Caminaba entre paredes blancas adornadas con flores de color púrpura y rosa. Hipnotizada con tus estrechas calles, y pegada al celular sin parar de tomarte fotos, trataba de capturar en imágenes esa efervescencia que estaba sintiendo por ti.
En medio de ese delirio, en el que creí que la tecnología podía capturar mis sentimientos, escuché tambores, una flauta, gritos de fiesta y cantos. En esa sabiduría tuya, de ciudad milenaria, entendiste que si querías llevarme a algún lugar, era con música, ambiente de fiesta y desorden.
Seguí a la música. Primera lección que me enseñaste.
Y como si fuese el flautista de Hamelín, todos los pies que tocaban tu suelo comenzaron a sincronizar sus pasos con ese beat de tambor, y por supuesto, yo una seguidora más, me dejé llevar por ese caminar fiestero que dirigía a cualquier lugar.
Por fin encontré el vórtice que nos atraía a todos. Dos banderas de Turquía enmarcaban la escena. Una banda. Una niña de siete años, giraba mientras miraba cómo se inflaba su falda con el viento al ritmo de las palmas. Un adolescente y un viejo, dos desconocidos e intrusos que aplaudían y bailaban con la música mientras una familia entera acompañaba la escena chasqueando los dedos y viendo cómo muchos nos uníamos sin pedir permiso.
Era una fiesta que ésta familia ofrecía en las calles. No supe con qué motivo, y tal vez no era necesario saberlo. Simplemente todos tus habitantes llegamos y lo disfrutamos. Hoy vuelvo a mi instagram para revisar ese momento mientras escribo estas palabras, y por milésima vez, me decepciona el hecho que Instagram solo hace captura audiovisual y omite los sentimientos de la persona que sostiene el celular.
Logré escaparme de ese vórtice, abandoné la fiesta y encontré otra terraza. También a la orilla del mar y ahora con una vista finita. Esta vez, terminaba en la muralla que te rodea. Pedí un narguile y me senté a ver tu atardecer. Allí nuevamente me encontré en el paraíso, fumando y viendo esa naranja inmensa ocultarse detrás de una fortaleza que te ha habitado unos pocos instantes de tu larga vida.
Llamé a ese amor fugaz y ligero que tuve antes de venir a Turquía. Sentía que necesitaba contarle a alguien eso que estaba viviendo. Después de hablar un rato, me quedé con esa añoranza de la candela que se siente, al hablar con alguien que realmente me gusta. No era el caso de la persona con la que acababa de colgar. Recurrí a la tecnología nuevamente, a sabiendas que siempre me había decepcionado, pues nunca me había entregado esa candela de la cual estaba tan sedienta.
Entré a Tinder.
Y comencé a mover mi pulgar derecho.
Derecha, izquierda, izquierda, izquierda.
Like, dislike, dislike, dislike.
Match.
¡Un Bodrumense!...¿Bodrumqueño? ¿Bodrumtano?
Sigo sin saber cuál será el gentilicio de tus habitantes, y por supuesto me invento uno en ese momento para etiquetarlo, como suelo hacer con todas las personas que conozco. De antemano mis sinceras disculpas, no tanto por los inventos colombianizados del gentilicio, mas bien, por esa tendencia a etiquetar y juzgar constantemente a todo el que se me pasa por la vida.
En todo caso, comenzamos a hablar. Pensé:
Perfecto.
Le envío mi ubicación.
Llega.
Parcho con este man mientras llegan mis amigos y así, de una vez, le pido que me recomiende restaurantes, discotecas y lugares para visitar este fin de semana.
No contaba con que este bodrumqueño tenía que ir al gimnasio y bañarse antes de encontrarse conmigo. Y claramente, como me pasa muy a menudo, hago planes sin calcular tiempos y todo pasa cuando “nó debería pasar".
Obviamente, se demoró mucho más que mis cálculos de tiempo desatinados. Me escribió que estaba llegando. Y en ese momento preciso, llegó mi amiga, la segunda del parche de tres que habíamos planeado el viaje.
A las carreras, le conté que venía un local que había conocido en Tinder.
Obviamente traté de vendérselo lo mejor que pude:
– Conseguí un guía turístico gratuito – le dije – y ya está llegando.
– ¿Qué? ¿Cómo así?
– Un man de Tinder.
– ¿Pero habla español? – Preguntó aturdida mientras se sentaba.
– Mmmm no creo, pero pues... habla super bien inglés. ¿Muy incómodo si hablamos en inglés durante la noche como para no rechazar al man?
– No – respondió mientras se reía con mis ocurrencias. A las cuales ya se estaba acostumbrando.
Mientras se sentaba en la mesa y acomodaba la maleta entre las sillas, el ahora nombrado “Guía Turístico”, llegó.
Fue muy fácil para las dos darnos cuenta que definitivamente, no hablaba super bien inglés, como yo había afirmado tres minutos antes. Pero estaba tan guapo, que no fui capaz de despacharlo. Además, ya lo había hecho venir hasta acá, y de todas formas teníamos que quedarnos allí esperando al tercer integrante del grupo que llegaría muy pronto a ese bar.
Con mucho esfuerzo logramos sacarle nombres de los lugares para visitar durante el fin de semana. Pero eso sí, cada vez que le costaba decir algo, se reía -en vez de frustrarse por su inglés tan pobre- y de paso nos hacía reír a nosotras.
Así, entre risas y una cuasi conversación, nos encontró nuestro amigo y me miró con cara de: ¿Quién es este man? Yo solo me reí y le dije que se sentara al lado de mi amiga, pues el Bodrumqueño ya estaba sentado a mi lado.
Toda la noche terminaron hablando mis dos amigos en español, porque de todas formas este personaje no entendía inglés, mientras yo permanecía en un silencio incómodo con él. Sin embargo nos llevó a un restaurante delicioso y después a un sitio para bailar chévere.
Cuando terminó la noche, nos acompañó hasta nuestro apartamento. Durante el camino, nos llevó por una calle en donde había unas casas enormes, con unos diseños espectaculares. Fue allí donde nos contó que tú, Bodrum, actualmente eras un sitio turístico en el que había muchas casas de verano de multimillonarios griegos y turcos. Además, nos contó que en eso trabajaba, en bienes raíces. Una vez nos despedimos y se aseguró que estábamos sanos y salvos, se fue.
Entramos al apartamento. Mis amigos reían y me agradecían mientras nos cepillábamos los dientes, por el "gran guía turístico mudo" que habíamos tenido. Gracias a él, ya sabíamos qué íbamos a hacer durante todo el fin de semana y a dónde teníamos que ir.
Pasamos un fin de semana felices. Quedé en contacto con el anfitrión que tú me presentaste. Con quien finalmente te recorrí no solo a ti, sino a varias ciudades de Turquía.
Él se encargó de presentarme todos tus rincones. Esas playítas, vírgenes, de piedra y agua cristalina. Los miradores en los que te veías grande e iluminada. Un recorrido que inició en un bar con un escenario a la orilla del mar, que después nos trasladó en un yate, para pasar de un concierto de rock, a una casa antigua con un patio central abierto, en donde el azul del cielo contrastaba con la lumbre de las velas. Ahí un ambiente electrónico nos acompaño por el resto de la noche. También hicimos un paseo en barco de vela, gigante, como los barcos de Piratas del Caribe, desde el que vimos tus orillas mientras nos tomábamos una cerveza y nadábamos cuando el barco se detenía.
Fue él quien me mostró ese catálogo de paraísos que tenías por ofrecer y sobre todo me mostró ese paraíso que habitaba en él.
Sereno.
Divertido.
Amoroso.
Así como tú, que no necesitó palabras para enamorarme.
A su lado probé el Raki, los panqueques de huevo con avena y los desayunos con aceitunas. Pero más importante aún, probé cómo se siente conocer a una persona a través de sus actos. Porque a pesar de que hablábamos muy poco, nos comunicábamos muy fácilmente. Y así, con pocas palabras, caminamos de la mano, viajamos a diferentes ciudades, nos acompañamos en momentos muy difíciles, nos reímos, y sobre todo, nos amamos.
Con él viví el famoso y poco experimentado “lenguaje del amor”. Del que muchos se burlan y lo definen así, entre risas incrédulas, sin saber que realmente existe.
Tu me enseñaste, que más allá de las palabras dichas, existen las decisiones tomadas, los movimientos auténticos, la intención, el interés, la piel y los tonos de voz .
Y que todo esto es mucho más fácil de leer.
Es claro.
Transparente.
Este lenguaje del amor, no exige, no negocia, no engaña, no quita.
Sólo entrega.
Y es así, como tú Bodrum querido, me callaste la boca de paraíso en paraíso y de caricia en caricia, al lado de él.








Andre que rico es leer tus cartas , son una sobremesa deliciosa, o una carta antes de dormir , son un plan fantático