A Serranía de la Macarena
- Andrea Sarmiento

- 19 feb 2021
- 6 Min. de lectura
Resguardado por la selva colombiana, existe el templo de lo delicado y lo sutil de la naturaleza.
Un lugar escondido de la voracidad insaciable de la industrialización, que no entiende de equilibrio o empatía. Un lugar que irónicamente fue protegido hasta hace muy poco por la violencia que lo rodeaba.
A ti, Diosa Macarena, te escribo una carta desde el recuerdo de una de las relaciones más bonitas que he tenido, pues en estos lugares mágicos que me presentaste, entendí lo que es amar a una persona por encima esa clasificación, tan común, que pone a las personas en territorios de clase con unos límites infranqueables.
En tu templo no existe semejante sacrilegio a la humanidad, y desde la delicadeza y lo sutil vas haciendo que nosotros, a quienes tanto nos gustan esos límites invencibles, se nos vayan desvaneciendo, y una vez invisibilizados, somos nosotros, quienes queremos superarlos y entrar esos territorios inexplorados, que antes no habíamos querido entender, o siquiera mirar. Y todo esto ocurre mientras recorremos tus capillas, altares y pasillos escondidos, como cualquier lugar sagrado que estamos conociendo.
El agua, como la torre en las iglesias, es quien convoca a tus devotos a visitarte. Ese famoso río de los siete colores, sirve como púlpito, a quienes te visitan, para llamar a los otros a encontrarse con tu divinidad. Aquellos que escuchamos el llamado, vamos ansiosos de entregarnos a tu venerable promesa, y una vez allí, nos damos cuenta que además de ese río, en ese lugar sacro llamado Serranía de La Macarena, existen otros lugares dignos de contemplación y adoración.
En ese mismo camino del agua en donde se encuentran los siete colores, también existen cascadas que caen a una piscina natural. Es la bienvenida perfecta para todos los caminantes, pues estas aguas además de refrescar, limpian la mente de los vicios y reglas citadinas, para darle paso al amor salvaje y exuberante.
Con esa sensación excitante, que produce el masaje de agua en la cabeza, es cuando los límites de lo real y lo irreal se comienzan a perder. La magia natural, se apodera de sus estresadas almas. Y así, quienes te recorren, comienzan a ver el trabajo artístico de las hadas en las flores, y las caras de los elfos en los árboles, que les ofrecen sus ramas para facilitar el caminar por los senderos de este templo.
Una vez el agua bendita, ha hecho su trabajo, los espíritus y los animales se comienzan a acercar. Aquí los animales no temen a los humanos, y los humanos no temen a los espíritus. Gracias a esto, las dantas comienzan a pastar cada vez más cerca de los caminantes; las ardillas juguetonas trepan por las piernas de quienes las aceptan, hasta llegar a la cabeza, para acompañar su camino. Los búhos se quedan quietos en las ramas de los árboles, para que los ojos que ya has saturado con tu divinidad, puedan disfrutar de su extraña y preciosa presencia.
Los espíritus de la naturaleza acompañan, a este grupo de personas que se entregan humildemente a la divinidad de tu templo, como observadores silenciosos de su andar. Y entregan aquello que necesitan en el momento exacto. En mi caso, durante mi primera caminata, después de almorzar, me acosté en una piedra que estaba extrañamente cómoda, un trabajo ergonómico perfecto de los gnomos. Las sílfides se encargaron de soplar el viento lo suficientemente fuerte y lo suficientemente suave, para que cayera profunda, fresca y tranquila, mientras las ondinas dirigían un concierto con sus mejores instrumentos: las piedras, las caídas y las aguas.
Al atardecer, en mi segundo viaje, ya de la mano de mi novio, un monje, escribano y protector de este templo sagrado, decidimos sentarnos en una piedra alta, a la orilla de otra piscina natural, para ver el atardecer. Ya llevábamos trece minutos ahí sentados contemplando la vista, cuando él, con sus manos hábiles, vio a través del lente de la cámara un ser maravilloso, que acompañó al sol cayendo y el reflejo perfecto del cielo rosado en la piscina inmóvil.
––¡Mira esa belleza! –– estaba llegando, con sus pasos honrosos y cortos, una danta que posó para la cámara de mi novio durante cuatro minutos. Era la primera vez que yo veía esa preciosidad de animal.
Ya cuando el sol le dio paso a la luna, nos guardamos en nuestro cuarto, en el hotel que consiguió dentro de la reserva. Comimos, y me propuso ir a nadar a la piscina. Yo allá con él, no tenía miedo de caminar en medio de la selva de noche. Para serte sincera, mi querida Diosa, ni cuenta me dí de la distancia que había entre nuestro hotel y ese cuerpo de agua. Según lo que recorrí, quedaba a siete besos de distancia. En cuanto llegamos, los espíritus del agua celebraron nuestro amor enmarcando una escena, con dos cuerpos desnudos, alumbrada únicamente por la luna, mientras este par de fieles amantes de la naturaleza se sumergían en el agua.
Al día siguiente caminamos por la llanura. Él tenía un lugar especial que quería presentarme. Durante el camino, uno de tus tantos guardianes, nos acompañó. Un perrito que nos olió, nos dio un par de vueltas y decidió acompañarnos en nuestro peregrinaje. Caminaba a nuestro lado, alegre, por el sendero que conocía de memoria. De un momento a otro corría muy lejos, luego regresaba y se quedaba a doscientos metros adelante, esperándonos, con cara de: ¡Rápido! Ya vamos a llegar.
Por fin logre ver a lo lejos tu capilla. Para mí, el lugar más sagrado de todos los que conocí:
La laguna del silencio.
Ese lugar en donde los seres cruzan una barrera invisible, que acalla todos los sonidos que puedan emitir. Elimina la voz, el sonido del remo al tocar el agua, el cantar de los pájaros, el aullar de los monos, el salpicar de las ramas al caer a sus aguas. Todo aquel que está dentro de las orillas de esta laguna pierde su capacidad de generar algún sonido.
Entramos allí en actitud ceremonial y de respeto. El mismo perro comenzó a caminar pausado y airoso. El monje que me dio el privilegio de estar con él en este lugar, tomó una de las cuatro balsas que estaban a la orilla y la arrastró hasta la superficie del agua. Luego tomó un remo, sostuvo la balsa con este, mientras me daba la mano para subirme en ella. Se subió, y empujo la balsa en una maniobra perfecta. Nuestro acompañante canino también se fundió con el agua. Tal vez él, también era un peregrino, buscando un momento sagrado.
Comenzamos a recorrer este lugar de recogimiento. Lo contemplamos en absoluto silencio. Yo con la cámara en mis manos, y él con el remo. Cada uno ensimismado, cada uno regocijándose. Cada uno agradeciendo a la madre tierra por ese momento sagrado.
Y allí, en medio de este sobrecogimiento sentí el primer sonido. Ese con el que nacemos. El que nos da vida. El latir del corazón. Suavemente, nuestros cuerpos eran envueltos por el retumbar al unísono estos dos corazones que se amaban.
Esta capilla, divina Macarena, es tan sagrada para mi, porque permite extasiarse en el acto de amar. Amar a la tierra, a los seres físicos y sutiles, el cuerpo que uno habita y por supuesto, al amante, que en mi caso dirigía la balsa en la que nos movíamos. Éste lugar ofrece a los amantes de la vida la oportunidad de perderse en el BUM BUM... BUM BUM… BUM BUM... del corazón propio.
En medio de ese solemne remar, llegamos a un corredor muy estrecho. Se componía de dos paredes de plantas, que crecían hasta dos metros por encima de la superficie del agua, y en ese estrecho, mi novio vio un pájaro al que tenía que tomarle una foto. Me pidió la cámara. Yo felizmente entregue ese encarte de tener que capturar el momento que estábamos viviendo. Y me encargué de dejarme envolver por este éxtasis de amor.
Mientras mi novio tomaba fotos y remaba, una rama me hizo volver a este mundo. La tenía a tres centímetros de la cara. Mi reacción fue acostarme en la base de la balsa. Mi cabeza quedó en las piernas de mi conductor distraído. Al sentirme en sus piernas, él hizo lo mismo. Así, acostados en la balsa, vimos la extensión de un árbol bello pasar sobre nosotros. El que nos obligó a jugar limbo y volver de nuestra meditación activa.
Llegamos a la orilla partidos de la risa por lo que nos había pasado. Y ya, fuera de los límites del silencio, nos burlábamos de nuestra reacción mientras caminábamos de regreso.
Al día siguiente, ya era hora de abandonar tu suelo, y a mi amado. Caminamos los ocho kilómetros que conectan a la reserva natural con el rio Guayabero. En este tramo, otro perro se unió a nuestro andar. Atraíamos acompañantes caninos, como si supieran que éramos los dos seres más rebosantes de amor, en el mundo entero. Subimos a la lancha que nos llevaría al pueblo y posteriormente al aeropuerto.
Esta sería la ultima vez que pisaría tu suelo. Y mientras te escribo esta carta de amor quiero darte las gracias.
Gracias a tu divinidad y poder, que me permitieron eliminar por un fragmento de mi vida los vicios y prejuicios sociales. Y me permitieron entregarme a un amor sin límites.
Diosa Macarena, tu me colmaste de momentos lleno de magia.
Me presentaste todos tus santuarios.
Y lo que más agradezco, es que me permitiste vivir un amor bonito. Un amor sagrado.








Comentarios