Actos de compasión cotidiana
- Andrea Sarmiento

- 24 oct 2020
- 4 Min. de lectura
Estoy furiosa.
El bus no salió a tiempo.
No he podido ver a mi novio en días y este es el tercer transbordo que debo hacer.
–Yo no debería estar haciendo todo este esfuerzo para verlo. Él es el que debería estar chupando flota y haciendo transbordos para verme – Pienso, en medio de mi furia mental.
Uno de los tantos momentos donde me convienen las costumbres machistas comunes en la cultura en la que crecí. Esas en donde el hombre es quien debe esforzarse, trasladarse e interrumpir su vida por ver a su novia. Mientras ella espera sentada a que él llegue.
El chofer del bus interrumpe mi debate mental; en donde la “Andrea machista” y la “Loca HP”, que viven en mi cabeza, se aliaron para enumerar y organizar todos los argumentos con los que llegaría a recriminarle a mi novio la travesía por la que estaba pasando gracias a él; me entrega una botellita de agua y una sonrisa. Como a todos los pasajeros del bus antes de arrancar.
Demasiada bondad y amabilidad que sinceramente yo no merecía. Minutos antes, él había sido el receptor de toda mi furia, pues no hablaba inglés y no logró entender qué era todo lo que yo le estaba peleando. En ese momento lo mire mal. Le hablé golpeado. Y sin embargo ahí estaba, pocos minutos después, desde su grandeza y gran compasión, entregándome una sonrisa acompañada de algo de beber para el viaje por carretera.
Me sentí caprichosa. Soberbia. Mal educada. Con toda la razón por la forma en la que me comporté con este señor, que lo único que hacia, en ese corto periodo de tiempo que íbamos a compartir juntos (posiblemente el único en todas nuestras vidas) era prestarme un servicio desde el amor y la humildad, de los cuales yo estaba tan carente en ese momento.
Pero, sobre todo, me sentí agradecida y con muchas ganas de llorar. Pues en ese segundo me di cuenta de las maneras tan raras que tiene la vida de mostrarme que hasta en mis peores estados emocionales y mentales; siempre hay alguien para hacerme sentir amada, reconocida y valorada.
Recuerdo este momento ahora. Cuatro años después. Porque nuevamente tengo ganas de llorar por un acto de compasión que recibí.
Acabo de leer un fragmento de mi vida. Un retrato escrito de uno de los momentos más lindos que he vivido. También uno de los más difíciles. Volví a ese momento y me fue imposible negarles a mis lágrimas salir mientras leía una historia que contaba ese paréntesis de mi vida en el que fui absolutamente feliz. Uno de esos pocos y muy cortos momentos en los que puedo decir que puse mi felicidad por encima de las opiniones de los que me rodeaban y las imposiciones sociales en las que crecí. Quien lo escribió, no sabia nada. Simplemente tenia su imaginación, sus palabras y los contactos de mis seres queridos. Sin embargo, logró revivir las imágenes, los sentimientos y las palabras en mí como si hubiese tenido una cámara oculta no solo grabando mis acciones, también mis sentimientos. Latido a latido.
Mi conclusión, después de vivir este momento tan conmovedor. Que además me ayudó a recordar ese día en el que la sonrisa de un desconocido me hizo llorar. Es que el poder que tienen los actos cotidianos de compasión es infinito.
Siempre nos han vendido los actos de compasión como esos momentos en donde el mundo se detiene y todos los reflectores apuntan a una persona privilegiada que desde el pedestal en el que se encuentra ayuda de cualquier forma a una persona o comunidad. Actos llenos de mérito por supuesto. Pero hoy. Aquí. Me encantaría tomar todos esos reflectores que están apuntando a un solo lugar y dirigirlos a esos pequeños actos cotidianos de compasión.
Entregarle una sonrisa a alguien que está teniendo un mal día.
Hacer la tarea desde el amor y pasión por lo que se está haciendo.
Aceptar con humildad un error y decir: sabes que, tenías toda la razón.
Hacer bien las cosas por la simple satisfacción de estar haciendo las cosas bien.
Dedicarle tiempo, corazón y atención absoluta a alguien que lo necesita, dejando los problemas propios y el celular a un lado.
Escuchar. Realmente escuchar para entender al otro y no para responderle.
Entre otras acciones que muchas veces pasan desapercibidas. Y hoy desde mi posición como receptora de esos actos de compasión quiero compartir lo grandiosas que son. Me conmueven y además de eso me permiten ver la grandeza interna que existe en mí, viéndome reflejada en la grandeza de quien entrego este acto de compasión. Acto que solo puede venir desde el amor profundo a la humanidad. Amor que no distingue entre personas “conocidas” y “desconocidas”; y que simplemente entrega y que gracias al cielo aparece en mi vida en los momentos en los que más lo necesito.
Después de recibir ésta ola de amor, representada en una sonrisa o en dos cuartillas de texto. Yo comienzo a surfear todos los problemas que me tenían en este hueco de mala onda, soberbia y orgullo. Me elevo en esa ola metafórica (realmente lo siento así) y ya las peleas no fueron tan graves; los argumentos que vienen desde el orgullo no son válidos; y uno solo quiere compartir ese amor que acaba de recibir con el mayor número de personas que se le atraviesen.
Claramente ese día que el chofer del bus me sonrió, no llegué a pelear con mi novio. Y el día que leí ese texto, una pelea que tenia cazada hacia semanas se esfumó, tan rápido en lo que se leen dos páginas. Y es así como en mi caso el universo, Dios o la vida se encarga de bajarme esos humos que se me suben de vez en cuando (ni tan de vez en cuando, dirían los que me conocen mejor de lo que yo me conozco a mi misma). Lecciones que también se aprenden desde el amor y no desde el dolor como nos han hecho creer.








Hermosa reflexión!!