Al pelo crespo
- Andrea Sarmiento

- 6 mar 2021
- 5 Min. de lectura
Hoy estas caótico. Incomprensible. Alborotado.
Me miro en el espejo y me encuentro con un nido incomprensible de hebras doradas enredadas entre sí, sobre mi cabeza y mis hombros. Sonrío y te acaricio un poco. Ya sé que eres abrumador, muchas veces agobiante. Aún así, me muero por tí, te amo tal y como eres, y entre más salvaje te pones, más me gustas.
Me siento en mi escritorio para iniciar un proceso que se siente eterno. Tomo un frasco de aceite de coco. Pongo uno de mis podcast favoritos. Te separó por pedazos. Con la punta de los dedos arrastro un poco de aceite de coco y comienzo a desenredarte.
He decidido desenredarte con mis manos. Con delicadeza y mucho amor. Tremenda belleza, en abundancia absoluta no merece menos, esos cepillos bruscos, con cerdas duras que, no hacen más que romperte y maltratarte, no es lo que yo elijo para relacionarme contigo, no, yo elijo desde esta fascinación mística y absoluta que me generas, que cada vez crece más, cuidarte como si fueras una diosa. Respetarte, entenderte y consentirte como te lo mereces.
Me comienzo a perder en mis pensamientos, mientras siento cada nudo en mis dedos y lo comienzo a desenmarañar. No estoy solamente separando una a una las hebras que te pertenecen, siento que estoy también, separando mis ideas, todo lo que hemos vivido juntas, lo que me entregas, lo que me quitas; esta relación de amor y odio que hemos tenido durante años. Sí, odio, bien lo sabes, y sobre todo lo has sufrido.
Cuando era una adolescente no sabía cómo lidiar contigo, siempre que había un evento especial me iba con mi mamá a que nos alisaran el pelo. Un momento rico entre madre e hija que me enseñaba cuál era la forma de lidiar contigo, con el pelo crespo que había heredado de ella. Me sentía linda, me miraba al espejo admirándote, ahí sí me gustabas. Ahora sí podía sentirme una mujer hermosa. Pasaban días y no te quería lavar, no quería que dejaras de estar liso. Así, eras suave, fácil, tranquilo. Mucho más dócil. Cuando ya era hora de lavarte y volver a tu modo natural, mi única forma de relacionarme contigo era cogerte ferozmente, peinilla en mano, cuando aún estabas mojado y peinarte en una cola de caballo, tal y como lo hacía mi papá cuando era muy niña. Esa época cuando mi relación contigo la tenía a través de ellos. Ahora me tocaba a mí, lidiar con esta pesadilla de pelo, pensaba.
Algo pasó entre mi adolescencia y mi adultez temprana, no estoy muy segura qué pasó o en que momento, pero, lo que sea que haya pasado hizo que comenzara a dejarte suelto, un poco más libre. Compraba una crema para peinar especial para crespos, la única que existía en ese momento, y gracias a ella te acepte, con resignación, pero te acepte.
Luchaba internamente por este pelo que me había tocado ¿Por qué me había tocado un pelo tan subversivo a la estética que veía en ese momento? ¿Por qué no me había tocado el pelo de mis primas? Poquito, liso, tranquilíto y fácil de manejar. No, a Andrea, como cosa rara, le tocaba el pelo difícil, al que había que invertirle un platal para que se viera medianamente bien. No se me olvida que, una de mis primas se secaba el pelo abriendo la ventana del carro mientras manejaba ¡Y listo! Llegaba a la universidad con el pelo liso, perfecto. Para que yo lograra eso contigo, mi querido pelo, me tocaba sentarme dos horas en el salón de belleza, andar con un paraguas siempre, por si llovía, no tocarte, no acariciarte, no sentirte. Ahí quieto por el mayor tiempo posible, quietíco te ves más bonito, era mi lema por esas épocas.
¡Y por fin llegó el invento del siglo! Mi desasosiego había terminado, por fin podía hacer uso de los avances tecnológicos. La eugenesia aplicada a la estética había llegado para mi salvación. Ya existía una forma de domesticarte y controlarte. No más pelo caprichoso, no más pelo incomprensible, no más pelo volátil. Decidí alisarte permanentemente, me sometí, y te sometí, a una tortura de aproximadamente cinco horas, en la que te aplicaban productos que solo se podía manipular con tapabocas y guantes, y encima de ellos te pasaban primero un secador, como siempre te alisaban y, además, una plancha hirviendo. Eso pasó durante varios años, una tortura cada tres o cuatro meses, por poder controlarte, por tenerte domesticado, porque te parecieras al pelo de todas las mujeres bonitas. Esas ansias mías de pertenecer al grupo de las lisas, con pelo perfecto, flacas y cool que me mostraban en los comerciales y las novelas, nos sometieron a ese proceso muchas veces. Aún así nunca pertenecí a ese grupo tan selecto de mujeres.
Entonces, buscar esa homogeneidad estética y de costumbres que tanto nos habían recalcado en el colegio, en la universidad y, en la familia, sobre todo. Una cultura que me comenzó a incomodar.
Las niñas bien tienen el pelo liso.
Las niñas bien son flacas.
Las niñas bien no tienen apetito sexual.
Las niñas bien hablan pasito, son perfectícas, calladítas y quietícas.
Las niñas bien no incomodan, no exigen, son juiciosas, hacen caso, escuchan y callan.
Pero, resultó ser, que yo no era nada de eso. Nunca pertenecí a ese selecto grupo de "niñas bien" porque no soy una niña bien. Soy rebelde, soy salvaje, soy indomable. Hablo cuando quiero hablar, voy a donde quiero ir, cambio de parecer cada minuto, como dice mi mamá. Y entonces, ese anhelo de pertenecer, se esfumo. Y mágicamente comencé a quererte, pelo mío. Lindo. Bello.
Comencé a enterarme de tí, a conocerte, a saber cómo relacionarme contigo. Y me di cuenta que había muchas otras mujeres en este proceso. Pues hablar del pelo no es un tema menor. Porque cada vez se me hace más difícil desligar el trato que toda la vida le di a mi pelo, con el trato que internamente le estaba dando a mi espíritu femenino, al ser mujer y todas esas concepciones que determinan lo que está bien y lo que está mal.
El ser volátil, el tener temporadas y ser cíclica.
El ser impredecible, caprichosa y emocional.
El ser rebelde, salvaje y subversiva.
Ser única, particular y rara en absolutamente todas las áreas de mi vida.
Entre muchos otros aspectos que se le asignan a la feminidad y que son considerados "malos".
Ser todo eso, me incomodaba.
Y en este momento, me estoy dando cuenta que, estaba sufriendo de esa ansiedad aprendida frente a lo que "no es normal". Claro, es que cómo debería enfrentar comentarios como:
–¿Porqué no te peinas?– cuando llevaba horas desenredándote, lavándote y peinándote con crema.
–Ese tipo de pelo no es corporativo – Es decir, lo que yo soy naturalmente no es corporativo entonces, ¿Tengo que modificar aquello que soy para ser "corporativa"?
Trataba de esconder todo eso que se salía de la norma, e increíblemente, ahora, mientras arrastro más aceite de coco, me doy cuenta que tú, mi pelo lindo que hoy en día tanto quiero y agradezco, eras la representación física de todo aquello que me pertenecía, que me hacía única. Que claramente no me hacía normal. No soy de las que abdican a sus sueños y sus anhelos por pertenecer a ese grupo de "niñas bien".
Y es que se me aguan los ojos de pensar en que tu eres la representación de todo eso, con tus curvas, tu abundancia, tu rebeldía y belleza. Y tal vez por eso es por lo que estoy fascinada contigo, porque cada vez me enamoro más de mi feminidad, de ser mujer y de todo lo que hoy en día significa para mi serlo. Ser única. Loca. Incomprensible. Abrumadora. Salvaje. Extraordinaria. Y caóticamente hermosa como tú.








Comentarios