Cuando el tiempo pasó lento
- Andrea Sarmiento

- 26 nov 2021
- 4 Min. de lectura
—Anita, es que dicen que ya están matando mujeres y niños.
—Que vengan y que me miren a los ojos a ver si son capaces de dispararle a una mujer embarazada con su bebe —Le dijo Ana desafiante a su papá que, al ver en sus ojos la impotencia que le generaba toda esta situación, bajó la guardia y preguntó —Papá ¿A que me voy a ir a Cunday?
—¡A que no la maten! —mamá Leontina terminó de tajo la discusión en la que su esposo Julio, estaba tratando de convencer a su hija.
Ana quería, con siete meses de embarazo y una bebe de ya casi dos años, enfrentar a los chulavitas que estaban cubriendo de sangre liberal las montañas de su pueblo en las noches.
Ya habían pasado noches de terror en la que no dejaban hombre vivo, por eso Juan el esposo de Ana, había decidido irse a Bogotá a buscar qué hacer, pues sabían que una vida en el campo, como siempre la habían soñado, ya no era una opción. Ana creía estar a salvo, pero la “limpieza” que se estaba dando en la región, por ser una de las más rojas del país convenientemente comenzado por las parcelas y haciendas con los mejores cultivos de café de la región, ya no respetaba nada.
Eran las once de la noche. Nubia estaba dormida en su cuna. —Tres pañales para la niña...¿Qué le voy a dar de comer, Dios santo?... Una cobija, no, mejor dos.... ¿Qué más llevo?
—¡Ana salga ya! —entró Julio angustiado al cuarto de Ana que estaba haciendo la maleta.
—Papá ¿Y el bebé? Usted sabe que uno no puede montar a caballo.
—Mijita va en Hugo, José ya lo ensilló. El niño va a estar bien si usted esta bien.
—¿Y ustedes?
—Amor, por favor váyase —fue la primera vez que Julio le dijo “amor” a Ana, a modo súplica. Nunca había escuchado ese tono en su padre.
Ana recogió a Myriam de la cuna, envolvió los pañales en las dos cobijas y salió por el corredor de la casa hasta la entrada en donde estaba su caballo amarrado a un palo. José, su hermano menor que había venido en la noche a recogerla, ya estaba terminando de ensillar el caballo de él.
—¿Puso la correa de la niña? —le preguntó Ana a José mientras le entregaba a la Nubia aún dormida.
—Sí, venga la amarramos a ella primero —respondió José mientras recibía a la niña. Nubia comenzó a llorar. La amarraron. Ana cruzó las dos cobijas a su espalda y las amarró entre su busto. Antes de subir encima de Hugo, Ana le habló al oído a su caballo:
—Huguito voy con la niña y un bebé en la barriga. Suavecito —se subió. Se volteó y se despidió con la mano de sus padre que estaban en la entrada viéndolos salir.
—Mijo, salgan por el cafetal —gritó Julio mientras los caballos comenzaban a galopar.
Los dos caballos arrancaron. Ana comenzó a sentir que el tiempo pasaba muy lento. La luna ese día estaba llena y brillante, les iluminaba el camino a través del cafetal. Veía cada una de las matas de café, ya los granos estaba de color cereza, listos para recoger. Sentía el olor de Nubia. Escuchaba su sollozar, tenía frío y estaba asustada. Sabía que Hugo iba a su mayor velocidad, también percibió el olor de su sudor. El caballito parecía flotar. Nunca había estado así de suave. Levantó la mirada y ya estaban en el lindero de la finca. Se detuvieron un momento. José hábilmente abrió el broche que había. Salieron por ahí en silencio y ahora trotaban para no hacer mucha bulla. La Luna se había ocultado, como ayudándolos a esconderse. Nubia se volvió a dormir gracias al rítmico trotar de Hugo.
El tiempo ahora tenía el ritmo normal. Ana se vió en medio de la noche dejando a sus papás atrás, la finca en la que había crecido, el cafetal en el que recogía el café con los trabajadores. Y ahora fue ella la que comenzó a sollozar.
—Anita, no llore. Tranquila que cuando todo esto pase volvemos.
—¿José y si matan a mis papás?
—Anita pues yo espero que no pasen por la finca. Tienen cafetales más grandes por robarse todavía. Esperemos que dejen a los viejos tranquilos esta noche y todas las que vienen hasta que podamos volver.
Un tiro a lo lejos.
—¡Jueputa! ¡Anita vamos rápido que esos malparidos ya nos comenzaron a matarnos! —Dijo José en voz baja.
Comenzaron a galopar nuevamente. Pasaron horas así hasta llegar a Cunday, pero para Ana parecieron años. Nunca en su vida había visto el tiempo pasar de forma tán lenta. Solo podía remitirse al momento en que se le desbocó por primera vez un caballo. Era una niña de seis años. Los estribos le quedaron largos y cuando el caballo se desbocó no fue capaz de frenar. Se rodó hacia un lado de la silla hasta rasgar con la rienda la boca del pobre animal que cada vez andaba más rápido hasta que saltó una quebrada y ella cayó.








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