Despedida a Bogotá: Primer Campanazo
- Andrea Sarmiento

- 16 oct 2022
- 10 Min. de lectura
Actualizado: 24 abr 2024
Mi abuelita me invitó a almorzar.
L tiene entre 92 y 93 años, ya no sé. La última que me queda y con la que más he compartido. Todos lo sabemos, soy su nieta favorita. Indiscutible. Evidente.
Y ese almuerzo, sabiendo que me iba a un viaje al otro lado del atlántico iba a estar muy voltajudo.
Sin embargo con ella, ese día, entendí que por más que no me quiera perder un solo minuto de las vidas de las personas que más amo, tampoco puedo negarle a mi propia vida los minutos que tiene por entregarme.
Parqueo y antes de bajarme respiré.
Me bajé y subí al ascensor. Cuando llegué al apartamento la puerta estaba abierta. Entré.
—¡Buenas!—dije en voz alta mientras entraba.
—¡Ay! llegó la niña — dijo L. C, su enfermera, soltó unas risas de ternura y le respondió.
—Sí señora L. Llegó Andreita.
Miro en la habitación y están en el baño. Sigo al mesón que divide el comedor de la cocina y me encuentro con A, la otra cuidadora de mi abuelita.
—Buenos días A, ¿cómo estas? —la saludo desde el otro lado de la barra, ella está alistando los platos para servirnos el almuerzo.
—Bien señorita Andrea, aquí esperándola. Su abuelita siempre amanece contenta cada vez que usted le dice que va a venir.
—¡Sí, más linda!
—La va a extrañar mucho —me dice mientras pone un plato que acaba de secar sobre el mesón.
—A ver, ¿dónde esta mi niña? —grita desde la habitación L, mientras C la ayuda a caminar desde el baño a su sillón.
—Sí, y yo a ella —le respondo a A ya volteándome para responder el llamado de mi abuelita.
—¡Señorita L! —la saludo abrazándola —¿Cómo amaneciste?
—¡Muy bien! Dormí muy bien.
—Que bueno. Bueno pues yo ya tengo todo listo para el viaje — le digo.
—Ay Mijita me vas a hacer mucha falta —me dice con la voz quebrada, a mí inmediatamente se me aguan los ojos.
—Sí abuelita, tú a mí también.
Mi instinto inmediato es resistirme.
Decirle algo como “No pasa nada…estoy a una noche de distancia…no hablemos de eso en este momento”. Pero ya aprendí que no vale de nada evadir o menospreciar el sentimiento de la persona que tengo al frente. Muchísimo menos de L.
La forma más sincera, dolorosa, pero realmente única de acompañarla, es quedarme ahí, no evadir, no menos preciar, no buscar una solución.
No.
Es estar.
Acompañar.
Reconocer que esto es como quitarnos el brazo la una a la otra y que duele hasta el tuétano.
Nos acogemos.
Contenernos mutuamente es lo que nos sostiene en ese dolor.
Las dos sabemos que Londres es lejos.
Las dos sabemos acerca de su estado de salud.
Nos amamos, y sí, a las dos nos da durísimo separarnos.
Contengo las lágrimas, ella también trata de hacerlo pero el silencio y cogernos las manos es lo que nos sostiene en este momento.
La compañía y el contacto físico a veces son lo único que nos permite seguir viviendo a través de momentos difíciles. No existen palabras que logren tal hazaña.
—Bueno, qué me vas a dar para llevarme y que me acompañe en Londres —logro decir después de contener las lagrimas y respirar profundo.
—¡La camándula dorada para que te acompañe! A… —grita ansiosa. A llega inmediatamente.
—En el cajón de las camándulas busque la dorada para que Andreita se la lleve.
—¿Tienes a un San Antonio? —vuelve a dirigirse a mí.
—Sí, tengo la medallita que tú me regalaste.
—¿Y una virgen de Guadalupe?
—También, me la regaló una amiga. Además, me llevo una tarjetica con Miguel Arcangel y otra con el sagrado corazón de Jesús. También un dije de la virgen de mi abuelita C y un rosario chiquito como para el dedo —le hago recuento de todas las imágenes, medallas, cadenas, rosarios y de más objetos que me llevo en el viaje.
—Escapularios y denario —L me corrige las palabras “tarjetica” y “rosario chiquito” —bueno, muy bien, vas muy bien protegida. —termina el recuento del ejercito de santos, ángeles, vírgenes y Jesuses con el que me quiere enviar a Londres.
Ahorita que reviso el altar, en realidad era el escapulario de Jesús Misericordioso que, para mi ignorancia católica adquirida con mucho honor a punta de desaprender y borrar creencias, vienen siendo lo mismo.
Yo no creo, sinceramente, que al traerme una imagen de cada uno de estos personajes, estos se monten en el avión conmigo, y me protejan en el mundo metafísico. Lo que sí creo, fervientemente, es que traen impregnada la energía de las personas que me las dan, sus buenos deseos y todo lo bonito que quieren para mí. Por eso finalmente la virgen de Guadalupe no la traje; ella solita se rompió al caerse del altar cuando estábamos alistando el apartamento para entregarlo.
Mi tía B también me dio una pulsera con la imagen de San Benito, que aquí la llevo puesta al igual que una pulsera que hizo S de howlita blanca con una imagen de Buda. Otra que me hizo mi sobrina con la W de Wonder Woman, porque se le habían acabado las aes y las eses de Andrea Sarmiento.
Ahora, mientras escribo este texto recuerdo que, también me encontré otro ejercito de medallas y escapularios mientras hacia un ritual de quema y agradecimiento de mi pasado.
Tenía maletas llenas de tarjetas, cartas, imágenes y en general recuerdos del colegio en Colombia y Estados Unidos. Todos los recuerdos de mi primer amor. Los vouchers de mi viaje por Europa a los quince años. Y también de los dos cursos de liderazgo.
Por supuesto no me iba a traer todos estos recuerdos a Londres. Tampoco quería encartar a mis papás con una caja llena de papeles que solo tenían significado para mí. Tampoco los quería botar porque no eran basura.
¿Entonces?
¿Qué hacer con los representantes físicos del pasado?
Bueno pues hice lo único que se me ocurrió: Un ritual de quema y agradecimiento por mi pasado.
Fueron dos jornadas divinas en la compañía de mis papás en donde leíamos, recordábamos, agradecíamos y posteriormente entregábamos al fuego los recuerdos. Algunas cosas se salvaron, sobre todo en la segunda quema cuando comencé a mandar fotos a mis amigos del colegio y mi mejor amiga me prohibió seguir quemando todo lo que tenia de ella.
Claramente entre esas cosas que se salvaron se quedaron las medallas que me dieron en mi primer viaje de largo aliento para hacer el último año de bachillerato a Estados Unidos. Esas sí que me las traje, eran puras vírgenes e imágenes católicas entonces supuse que eran la primera entrega de mis tías, abuelas y los que más me quieren. Las acabo de acomodar en el altar sincrético que armé con todas mis piedras, osito de peluche chiquito, denario, camándula, diversos escapularios y todas las medallas de vírgenes y santos que me acompañan en este viaje.
Volviendo al segundo campanazo.
A me entrega el rosario y después de un momento nos anuncia que el almuerzo está servido. Yo me levanto y voy al comedor. Mi abuelita espera a que la enfermera la ayude a levantar y caminar hasta allí. Me pregunta por los detalles del viaje. Yo le cuento a dónde voy a llegar, cuando comienzo a trabajar, quien me esta esperando y cuales son los planes para ese primer mes de llegada a casa.
Termino de almorzar.
Ella apenas ve que yo ya terminé dice:
—Yo también ya terminé —mirando a la enfermera como cuando uno miraba a la profesora en el salón para que le revisara la tarea.
—No señora L, pero si no ha comido nada —dice C.
—Ya no puedo más —dice L mientras C trata de darle el resto de pollo que le queda y que recibe con gusto.
Este es el sonsón de siempre.
Se come la mitad del plato que ya de entrada es muy poquito. Dice que terminó cuando no ha comido nada. El plátano nada mas. Después la enfermera le da el resto del plato cuchareado como a una niña chiquita.
¡Ah! pero para el postre siempre hay espacio.
Nos sirven el postre.
Yo espero al café, ella no.
Arranca de una vez y ese sí se lo termina sin remilgos.
Le sirven el tintico en taza de expreso y a mí en taza normal de tinto. Nos lo tomamos, ella en los dos sorbos que le sirven y yo con el postre.
Volvemos a su cuarto y me quedo con ella un rato mientras vemos juntas el noticiero. Como siempre la televisión me aburre y me da sueño. Este día, a pesar de todas las cosas que tengo que hacer, reservé la tarde para mi abuelita y la siguiente cita la tengo a las seis. Son las dos y media.
—Me dio sueño —le digo.
—Acuéstate en mi cama y le digo a A que te traiga una cobija —me responde L.
Me acuesto y siento una paz y una calma preciosas.
Esas que se sienten en los espacios mentales y físicos que son seguros. Que se arraigaron en lo más profundo del alma como el lugar de descanso. Esa es la cama o más bien lo que sea que huela a L.
Me quedo dormida inmediatamente.
No me doy cuenta a qué hora me ponen la cobija, pero cuando me vuelvo a despertar tengo una cobija encima y L sigue viendo el noticiero.
Ha pasado una hora aproximadamente. Todavía me quedan unas horas para estar con ella. Entra C y dice:
—Señora L está haciendo un sol rico ¿salimos? —L acepta y yo me alegro de no tener que estar más, frente a la pantalla del televisor. Mientras C alista a mi abuelita me cuenta que el doctor le mandó a tomar el sol porque está bajita de vitamina D. Le pone el chal. La levanta del sillón y la sienta en la silla de ruedas.
Estamos listas.
Y en ese momento iniciamos la búsqueda del Sol.
Primero subimos al octavo piso. Intentamos salir a la terraza. No salimos. Está haciendo mucho viento. Luego bajamos a la recepción que tiene una claraboya que deja entrar el sol. Nos quedamos ahí un rato y luego salimos a la calle.
L hace siempre el mismo movimiento cuando le cae un rayito de sol. Se ayuda con su mano derecha abrir la izquierda con la palma hacia arriba y después pone su mano derecha con la palma hacia arriba también.
Se nos va el sol de la calle y seguimos persiguiéndolo. Ahora nos vamos a la piscina en la que C dice "Ahí cae buen sol y siempre está calientico". Y calientico sí esta, pero pues así, sol, sol, no había.
Desde la piscina vemos que vuelve a salir el sol y nos vamos al pedazo de corredor que lo está recibiendo. L hace su movimiento de manos. C se acomoda a lado de mi abuelita le pone los frenos a la silla de ruedas y se baja la chaqueta para que el sol le dé en los hombros. Yo me quito el saco. Las tres recibimos el sol.
Uso el tiempo en el que estamos allí para tratar de tramitar todo lo que está pasando. Miro los ladrillos del piso del corredor. Me siento ahí y me recuesto en el sobresalto que separa el corredor del jardín. Me quedo mirando el piso. Las tres estamos en silencio. Pienso que extrañaré este momento.
Esta maña mía de auto inducirme la nostalgia del momento presente.
Lo hago en este mismo instante. Mientras escribo estas palabras. Levanto la mirada para descansar los ojos. Veo la fuente. El parque. Me asombro y rio con un perrito que se mete a la fuente. Y trato de hacer una captura mental de un momento que extrañaré en el futuro. Lo extraño en el presente. Lo extraño mientras lo vivo. De pronto en el afán de tratar de vivirlo dos veces.
Esto lo hice con L ese último día que la vi. Traté con todas mis fuerzas de vivir dos veces cada minuto a su lado. Veo dos veces sus arrugas, sus ojos, sus manos con los anillos de toda la vida, el saco de lana amarillo y los zapatos robados a mi mamá que no se quita. Admiro dos veces su calma. La veo y la extraño teniéndola enfrente.
Y ahora, tratando de armar y definir con letras ese momento, lo revivo, la vuelvo a ver y la vuelvo a extrañar. Un momento bendito. Bendecido por su presencia y la del sol. Quisiera tomarle una foto. No puedo. No existe una maquina que capture lo que estoy sintiendo en ese momento. Entonces ahí me quedo reviviendo el momento a través de la nostalgia en bucle.
Hasta que ella. L. Con la delicadeza que la caracteriza para dar instrucciones y matar, o mas bien, sazonar los momentos, rompe el silencio.
—Uy que frío —comando indiscutible y tácito de que ya debemos subir al apartamento.
C y yo hacemos caso inmediatamente. Agarró mi chaqueta. C le quita los frenos a la silla de ruedas de L. Me levantó y caminamos mientras yo me pongo el saco. Pasamos la piscina, vamos al ascensor y subimos al cuarto piso.
Llegamos nuevamente al apartamento. Se nos acabó tristemente el momento de la búsqueda del sol. Entramos en la habitación y L pide que prendan el televisor.
—L es la última vez que nos vemos antes de mi viaje y, ¿De verdad te vas a poner a ver televisión?
Me mira moviendo la cabeza para un sí. Solo le falta decir: ¿Y qué va a hacer? Me da risa y ternura al mismo tiempo. Para ella la solemnidad ya no existe. O más bien su simple existencia es tan solemne que sus deseos, por la fuente de la que emanan son solemnes en sí mismos.
Yo para este punto no tengo ni la más mínima intención de no cumplir sus deseos, así que vemos televisión un rato, por supuesto, me aburro y ya es hora de irme.
—Bueno L, ahora sí arranco.
—¿Ya mijita? ¿No te quedas para la fiesta?
—No L quedé cuidar a los niños.
—Ah bueno mi amor —nunca me dice así. Sólo cuando le entra el beriberi. Se le aguan los ojos. A mí también, apenas la veo.
—Bueno L te amo. Te voy a extrañar mucho —le digo mientras la abrazo y se me escurren las lágrimas.
—Que Dios te bendiga mijita —me dice ella también con la voz quebrada —me vas hacer mucha falta.
—Si abuelita tú a mí. Pero seguro nos vemos para el matrimonio de S y, voy a tratar de estar viniendo por lo menos una vez cada año.
—Ah bueno mi amor —me responde.
Nos quedamos así abrazadas un buen rato.
Me separo de ella por fin.
Nos secamos las lágrimas.
Verificó que si tenga la camándula dorada en mi cartera y salgo del cuarto mientras L me bendice con su mano haciendo el movimiento de la cruz.
Salgo del cuarto con el ojo aguado. Me despido de C con un abrazo. Voy después a la cocina despedirme de A. También le doy un abrazo.
Salgo por la puerta. Bajo por el ascensor y me subo al carro. Antes de prenderlo me digo en voz alta:
— Uff esta estuvo dura.








Hermoso relto. Esa ternura de los abuelitos es inegable.
Uf la sentí toda! y me identifique mucho cuando dices “Esta maña mía de auto inducirme la nostalgia del momento presente”. Creo que hemos estado Ahí todos, viviendo divididos en dos. Que excelente post Andre.