Despedida a Bogotá: Segundo Campanazo
- Andrea Sarmiento

- 30 oct 2022
- 12 Min. de lectura
Actualizado: 24 abr 2024
Prendo el carro después de salir de donde mi abuelita.
Abro Waze en el celular para saber la mejor ruta a la casa de mi hermano.
—Ésta también va a estar dura —me digo ahora en silencio.
Había quedado de cuidar a mis sobrinos esa noche y ya había entrado en modo despedida. No será la última vez que vea mis sobrinos antes de viajar. Pero, sí será posiblemente la última vez que hagamos una piyamada los tres juntos.
La verdad es que es un gran parche y pasamos buenísimo.
Por mi lado es un momento espectacular porque es allí en donde puedo ser igual de niña que ellos. Chistosa, efervescente e ingeniosa en temas como estrellar y hacer volar carritos de juguete, o también hacer voces e inventar una historia con muñecas.
Para mí jugar es la actividad más efímera y más valiosa.
Toda esa creatividad es de una relevancia suprema para el momento presente.
Minutos que se acaban en el segundo cincuenta y nueve y no vuelven jamás. Ni mis sobrinos ni yo los recordaremos. Pero cumplieron su propósito. Nos hicieron reír juntos. Y se acaba de convertir en una fibra que compone un lazo.
Me imagino como cada uno de los Ja Ja Ja que emitimos en ese instante, salen volando de nosotros como pequeñas fibras brillantes que se unen y crean una única hebra. Delicada. Larga. Dorada. Esta hebra que esta levitando en el espacio encuentra el lazo que nos rodea y se une a él. El lazo dorado del juego.
Cada risa, cada idea, cada palabra, cada caída y ocurrencia, eso que nos hizo estallar en una carcajada, fortalece el laso dorado. Ese laso crea un espacio de libertad entre quienes lo tejen y nos permite decir y hacer cosas con el único propósito de jugar, reír y pasarla bien.
En la medida que pasa el tiempo este laso se vuelve cada vez más valioso.
Requiere de tiempo, de cuidado, de constante nutrición.
Es escaso.
Pocos adultos aún conservamos un lazo del juego. Vivo. Que aún brilla y llama.
Invisible pero tangible.
Tan evidente que, cada vez que quienes lo tejemos estamos juntos, nos llama gentilmente. Y nosotros como adultos en nuestro anhelo de conexión, con las personas que amamos y con el momento presente, acudimos solícitos y diligentes al llamado. En mi caso es evidente con mis sobrinos y mis amigas del colegio.
Tal vez por eso es que nosotros los adultos, en la mayoría de casos, vemos en nuestras amistades del colegio las amistades más valiosas. Porque es en el colegio, cuando somos niños, en donde no vemos la necesidad de hacer algo con un propósito mas allá de pasarla bien. Los recreos son los espacios en donde tenemos la libertad de decidir qué es eso que queremos hacer con los otros niños del salón. La decisión siempre es jugar.
Jugamos.
Reímos.
Nos inventamos excusas para reírnos de lo que no es chistoso.
Recuerdo que con mis amigas del colegio el solo hecho de mirarnos en un ensayo de coro, era motivo suficiente para estallar de la risa, sacarle la piedra al profesor y perder tiempo mientras todo el coro se volvía a concentrar después de nuestras risotadas. Hoy me pregunto ¿Por qué el profesor insistía en tenernos a las tres en el coro? Pues, siendo honestas, solo una de las tres cantaba lo suficientemente bien para ser solista, y lo que hacíamos las otras dos lo podía hacer cualquier otra niña del salón.
Los profesores de educación física, fueron más pilos y no se aguantaron la guachafita de nosotras tres. Decidieron separar la clase de educación física. Tres deportes: Volleyball, baloncesto y fútbol. Cada una de nosotras tres, en especial, a diferencia del resto de grupos de amigos del salón debía escoger un deporte diferente para cada bimestre. Desde ese momento se pudieron concentrar en hacernos sufrir con superar el famoso test de Cooper, obligarnos a hacer veintiunas o aprender a sacar en Volleyball. Nunca pude pasar ninguna de las tres pruebas.
Ahora, volviendo al segundo campanazo y la piyamada con mis sobrinos. Nuestro lazo del juego es fuerte. Hemos jugado mucho juntos. Nos hemos reído mucho juntos.
Y una piyamada es el momento más fulgurante y nutritivo para nuestro laso. Son horas dedicadas a crear fibras y tejer hebras exclusivamente para fortalecerlo. Horas dedicadas a la magnificencia de unirnos en el juego. Esta será nuestra última piyamada antes de mi viaje. Mientras pienso en esto llego a la casa de mi hermano. Parqueo. Me bajo del carro y subo por el ascensor. Timbro. Oigo pasos corriendo hacia la puerta. Son ellos dos, lo más divino que tengo en la vida. Abren la puerta. Dos manos en la manilla. Un movimiento. Me encuentro con dos pares de ojos que brincan y gritan ¡TIIIAAA! No existe momento más feliz. No se sabe quien esta mas emocionado de los tres por nuestra piyamada.
Ya C y D se están terminando de arreglar para la fiesta que tienen. Mi cuñada me da las respectivas instrucciones.
—Andre, los niños ya comieron. Se van acostar tipo nueve. Ya D les deja listo el Play para que jueguen Just Dance.
—Vale —le digo haciendo notas mentales. Que siendo honesta de poco o nada me van a servir porque siempre se me olvida todo. Lo bueno es que mi sobrina siempre me ayuda a cuidarlos.
—Ellos ya se empiyaman y se lavan los dientes solos, entonces nada, a las 9:30 les dices que ya es hora dormir y ellos solitos se alistan. Se pueden acostar en mi cama les pones una peli y listo.
—Listo C, de una.
—Muchas gracias Andre.
—Tranqui tú sabes que para mí este es el mejor plan del mundo, sobre todo ahorita.
—¡Listo! —dice mi hermano dejando el control del Play, que inmediatamente toman mis sobrinos sobre la mesa de centro.
—Bueno, chao niños, ¡Los amo! — dice mi cuñada.
—¡Chaoooo! — responden mis sobrinos, ya buscando la canción que vamos a bailar.
Mi hermano y mi cuñada salen de la casa y nos quedamos los tres. Ya se han repartido los turnos para poner las canciones. Comienza A, por supuesto. Bailamos su canción favorita, ya no sé cuál es. Seguimos con la de L esa sí me acuerdo, es de un robot, Vodovorot. Ahora que busco la canción para ver si sí es ese el nombre, estoy dándome cuenta que tal vez a mi sobrino le pueda estar gustando la música electrónica. El caso es que bailamos el Vodovorot, y la segunda favorita de A, y la segunda favorita de L y así durante un buen tiempo. Me hago atrás para que ellos no vean el poco esfuerzo que hago cuando ellos la están dando toda para ganar. Ya Lorenzo se había emberracado en un par de canciones atrás porque no era el ganador, entonces, decidí ser la perdedora siempre y que compitieran entre ellos. Yo detrás, además, me partía de la ternura viéndolos bailar las canciones que no conocía. Sí, ya oficialmente soy toda una tía. No me sé ninguna de las canciones que a ellos les gustan, y las que me gustan a mí para ellos son en su mayoría hartísimas.
Se cansan de jugar Just Dance y pasamos a un nuevo juego que organiza A. Se trata de poner canciones y grabar a cada uno haciendo un performance. Yo comienzo a buscar canciones y le pregunto a L.
—Amor ¿tú qué quieres cantar?
—Espera —me detiene A. Se va a la esquina en donde esta el control de luces de la zona social del apartamento. Prende y apaga luces. Yo no entiendo muy bien qué está haciendo. Sé que no está jugando. Es claro que tiene un propósito porque mira, analiza, actúa. Me quedo mirándola tratando de entender. Mueve uno de los switches y mira el espacio. Vuelve y mueve un par más. Mira nuevamente todo el espacio.
—¡Listo! —dice. Ahí entiendo. A tiene un talento natural para entender y organizar el espacio para un espectáculo. Acaba de hacer un cambio de iluminación para pasar de una sala oscura a un teatro. Ahora tenemos un palco y un escenario con el cambio de iluminación que acaba de hacer.
—Tia, busca mariposas de Aitana y yo te digo cuando darle play ¿OK?
—Listo, mi vida.
Ahora A se arrodilla en posición de inicio de secuencia de baile. L y yo estamos expectantes a que comience el show. A se levanta sin darme la señal de que la canción comience. Tiene la gentileza de acordarse de que tiene que darme instrucciones. Mientras me las da, me entero que ese teatro que acaba de crear viene con un equipo unipersonal de producción. Yo soy la de las luces, la del sonido, la camarógrafa y la que hace cualquier cosa que se necesita en términos de producción en este teatro. Los únicos dos roles que no cumplo son el de directora y el de artista.
—Tía, tienes que grabarme con la tablet un poquito antes de que comience la música. Después le das play a la canción —que esta sonando desde mi celular — cuando yo te haga así ¿OK?—mueve la mano y hace un chasquido de dedos —el flash de la cámara siempre debe apuntarme a mí ¿OK?
—Listo mi amor —respondo un poco preocupada por decepcionar a la directora del concierto. ¡Que presión!
Ella se devuelve a su punto inicial. Vuelve y se arrodilla. Comienzo a grabar. Pongo la canción cuando ella me da la señal y logro hacer que el flash este apuntando a ella mientras se levanta lentamente cuando comienza la canción. Ahora sólo me queda garantizar que el flash siempre la vaya siguiendo ¡Lo logré!
No tengo asistente de producción. L tiene el rol de público y lo hace perfectamente. Se emociona. Canta y baila como todo fan en concierto. A mí ya se me ha pasado el estrés de decepcionar a mi sobrina que no tiene pelos en la lengua para hacerme saber, a mí y a cualquiera cuando no hemos cumplido sus expectativas. Así fue cuando me dijo que pidiéramos McDonalds y se me olvidó mencionar que enviaran sorpresa para un niño y una niña. Y llegaron dos sorpresas para niño. No dijo nada, tuvo con mirar su sorpresa y mirarme a mí. Y después al ver mi cara de angustia me dijo —Tia tranquila. No pasa nada pero ya sabes para la próxima vez. Y así mientras ella baila y canta voy adentrandome en nuestros recuerdos juntas. Estoy en el presente grabándola y al mismo tiempo recordando las veces que la decepcioné. Mi mente comienza a dividirse en dos. Como si en la pared detrás de A se estuvieran proyectando todos los fragmentos de vida que hemos compartido juntas mientras ella esta bailando y cantando.
Termina la canción.
Dejo de grabar.
L y yo aplaudimos emocionados.
Ahora le toca a L ser el performer. Quería una canción de Dragon Ball Z. A pasó a ser parte del equipo de producción. Ella graba en su tablet y yo pongo la canción y apunto con el flash. L canta con una voz grave cada parte de la canción, se dedica sólo interpretar en las estrofas y en los coros saca los brincos ninja que lo mueven de un lado del escenario al otro. Todo un cantante de serie de acción.
—¡Ay no! Es divino —exclama A mientras lo vemos.
Las dos nos derretimos de amor y de ternura al ver este performer saltar de un lado al otro del escenario. y mientras saltaba comenzaron a rodar las imágenes de mi niño chocando las manos del papá y del abuelo antes de montarse en su kart. Los abrazos de felicitaciones que le dábamos mi cuñada, A y yo cuando salía de cada carrera. Su movimiento especial en el que abre los brazos a lo ancho y se deja ir como en caída libre desde el podio después de recibir su respectivo trofeo de la carrera. No se me olvida que siendo aún un bebe de un año y medio cada vez que veía una rueda jugaba con ella. La primera vez que lo vi hacer eso fue cuándo estábamos en el cuarto de mi hermano en la casa de mis papás y L comenzó a jugar con la rueda de una maleta que estaba en el piso. Veo en esa pantalla también el día en el que fuimos con mi hermano a la pista de karts de Santafé y L montó por primera vez. Yo no podía creer que lo único que estuviera manejando el señor de los controles remotos de los mini karts fuera la velocidad. L hacia el circuito perfecto y era la primera vez que tenia la autonomía absoluta sobre un automóvil. En ocaciones anteriores no perdía la oportunidad de manejar el timón de cualquier carro si lo dejaba, pero es que para este momento L tenia solo cuatro añitos, hoy tiene cinco y puedo asegurar que posiblemente ya maneja mejor de lo que yo lo hago hoy en día.
L seguía cantando con su voz grave y saltando de un lado para el otro y yo seguía viendo las dos imágenes en simultánea, a L brincando y mis momentos con él.
Terminó la canción.
Dejé de grabar.
A y yo aplaudimos felices y L hizo una venia.
Seguía nuevamente A y yo ya sabía cómo era la vuelta de la producción con ella. Esta vez L decidió unirse a mi equipo unipersonal de producción y tomó el rol de camarógrafo con la tablet de A. Y ahí me comenzó a entrar el yeyo.
Atrás iban a quedar los domingos de carreras, en los que hacíamos fuerza y gritábamos porras para L mientras tratamos de calmar a mi hermano en sus rabietas en cada curva. Atrás iban a quedar los juegos de pintarnos mutuamente diferentes flores, arcoíris, unicornios y cuanta cosa se nos ocurriera con A. Este sería mi último juego con ellos de Just Dance hasta que regresara.
El día que se enteraron que yo me iba a vivir a Londres yo no estaba con ellos. Escucharon una conversación y como me dijo mi cuñada después — A está en crisis. En cuanto llegué no se me despegó un minuto. Igual que L que, ese día en particular, contra todo comportamiento normal de él se me hace arrunchaba y me miraba con sus ojitos de cielo. No querían despegarse de la tía.
Mis sobrinos ya sabían y ninguno de los tres sabíamos cómo manejarlo. Sólo sabíamos que queríamos estar juntos y ya.
Volviendo al concierto. A estaba cantando. Ya después de las primeras dos canciones le había cogido el tiro al proceso de producción. Y me dediqué también a disfrutar del show de mis dos sobrinos con esta pantalla de recuerdos corriendo en paralelo detrás de ellos. Disfrutar no, más acertado sería decir que lo que hizo fue activarme esta añoranza auto inducida del presente como si fuese el pasado.
Se me comenzaron a escurrir las lágrimas.
A muy pendiente de su público se encontró bailando una canción muy enérgica pero la mitad de su publico parecía triste.
Dejó de mover los brazos. Salió del personaje y se quedó mirándome fijamente para corroborar que eso que yo tenia en la cara era lágrimas. Sí. Lo confirma.
—Tía, ¿Porqué estás llorando? —L sé voltea con todo y cámara para revisar qué es lo que está pasando.
Me doy cuenta que para ese momento, de los tres, yo soy la única que se acuerda que me voy a ir. Claramente no quiero bajarles el modo del juego y respondo —Amor es que me emociona mucho verlos. —A me cree y vuelve a personaje. L vuelve a su labor de camarógrafo. Y yo sigo en modo vivir dos veces este momento y los que se proyectan detrás de ellos en mi mente.
Entre lágrimas silenciosas y canciones de Pokémon, Aitana, Dragon Ball Z y Ventino me sobrecogen oleadas de nostalgia . Hasta que ya es hora de dormir. Les digo que apaguemos y nos vayamos a acostar. Se lavan los dientes. Se empiyaman y nos sentamos los tres en la cama a escoger película. Yo en el lado de mi hermano, A en el centro y L en el lado de mi cuñada. Por fin coincidimos en una película que nos guste a los tres. Comenzamos a verla y ellos se van quedando dormidos.
A mí me va hipnotizando la película metiéndome en un sueño despierto mientras veo la pantalla. Recuerdo la vez en que me quedé cuidándolos y después de leer el cuento a L, A me hace leer el suyo y después ella me lo lee cantando. Recuerdo los ojitos de L y como parpadea cada vez que quiere convencerme de lo que sea y yo caigo rendida ante tan inmensa ternura. Comienzo a hacer un recuento de todos los momentos que he vivido y como desde el día en que nació A me cambió la vida. Algún cable se conectó ese día en mi cerebro y ahora lloro por todo. Una escena de una película. Una canción. Una foto. Incluso una narración conmovedora en un podcast. Todo. Sobretodo cualquier mensaje de voz, foto o video en el que estén mis dos sobrinos.
Comencé a llorar en la cama nuevamente.
Lágrimas corrían de extrañarlos teniéndolos ahí, dormidítos al lado mio.
Lágrimas al darme cuenta de que ya no estaría presente en sus momentos más importantes. Esos que marcarían sus victorias y sus derrotas.
Lágrimas de miedo a que las dos personas que me cambiaron la vida y más amo en este mundo se olviden de mí. De nuestro vinculo. De nuestro lazo dorado que llevamos construyendo desde que ellos nacieron y desde que se conectaron tantos cables en mi cerebro gracias a su presencia.
Me da pánico que olviden ese sentimiento de felicidad que tienen al verme. Esas ganas de batallar entre ellos a ver quién juega primero con la tía. El mismo que los hace gritar —¡Tíaaaaa! —y pegar brincos y abrazarme dos, tres y hasta cuatro veces en un mismo saludo.
Ahora que lo escribo vuelvo a llorar. Me doy cuenta que me he perdido el proceso de cómo L va mejorando su promedio de tiempo en cada vuelta, y como sus héroes comienzan a cambiar, ya no son Pikachu y Raichu o si no, el Checo Perez y el equipo de Red Bull. Me he perdido también el proceso de como A es elegida para la obra de grandes y ver cómo va mejorando cada día con su forma de moverse, de interpretar y cantar por el amor a ser artista que ha germinado en ella.
Es muy doloroso apartarse de la vida de aquellos a los que uno no les quiere perder la pista un solo minuto.
Y me da miedo que en el futuro nuestro laso dorado se vaya debilitando, que la distancia, el día a día y la falta de contacto físico rompa hebras doradas de ese vínculo que nos une y que no podamos remplazarlas.
No quiero perder nuestro laso dorado del juego y no sé cómo evitarlo estándo tan lejos.
Pero en ese momento los tengo ahí.
Una vez en el presente.
Una segunda extrañándolos en ese mismo momento.
Los tengo ahora mientas escribo estas palabras en mi cuaderno.
Y una cuarta recordando nuestra última piyamada con ellos, dictando, editando y publicando este segundo campanazo.








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