Duelo a Barbie
- Andrea Sarmiento

- 25 mar 2023
- 15 Min. de lectura
Desmembre primero su cuerpo. La asesiné en el proceso. Y ahora en esta carta organizo mi duelo.
Arranqué el pelo rubio y liso. Lo remplace por un pelo castaño, rizado y alborotado. La nariz se hizo más ancha. Abrí la sonrisa, como el guason con un cuchillo. Quedó bien abierta mostrando más encías que dientes. La espalda la dilaté a fuerza hasta que se partió. Mucho aire. Muchas alas, demasiado grandes para sostenerse en tan pequeña y fragil espalda. El busto permaneció igual. Las caderas y la cintura no podían ser estrechas, las obligue a tomar el tamaño suficiente para alojar esa voluptuosidad y ganas que contenian. La vulva la dibujé, antes era inexistente. Y como una orquidea fue floreciendo entre las piernas, estremeciendolas y otorgandoles como una bendición el tamaño que corresponde para sostener y rodear como columnas un templo, a semejante belleza. Los pies necesitaban dedos. Movimiento, no ese pedazo de plastico con un remedo de dedos que no servian para nada. Esas lineas se volvieron grietas y separaron a cada uno de los dedos que finalmente me permitieron caminar cinco tierras.
Me di cuenta que, en el proceso de desmembrar y deformar el cuerpo de Barbie, muy difícilmente, el mío iba a entrar en un pedazo de plástico hueco. Por más de que traté de modificar el molde, mi cuerpo se resistía a entrar ahí. La rebeldía frente a ser obligado a ser definido por un ser fuera de sí mismo, hacía que, cada vez que yo trataba de modificar el molde y hacer las paces con la modificación, mi cuerpo se resistiera y rompiera cada uno de los que yo trataba de imponerle a fuerza.
Semejante bajeza.
En el desmembramiento la maté.
Asesiné a Barbie con rabia y odio. Desde la envidia y el hastío de quien no logró convertirse en ella ni tener su vida.
No lo logré.
Y este crimen no se da por rebeldía o subversión, no, lo hago porque estoy harta. Porque me ganó el cansancio de tratar de llegar allá. Porque juro que si pensé que lo iba a lograr.
Puse todo mi empeño, sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor, tal y como dijo él primer ministro de esta nación ante una guerra. Así lo sentí. Alcanzar la vida de Barbie requería de una guerra. Una guerra contra mi cuerpo, mis principios, mi herencia genética, mis deseos. Incluso contra lo que yo veía en mi futuro. Hice todo lo posible, por ignorar eso que supuraba de una herida, que no entendía muy bien de donde venía o porque existía.
Y no, no soy Barbie, tampoco tengo su vida. A pesar de que llevo mi vida entera tratando de lograrlo.
Y, por más que leerlo pueda parecer un chiste o un claro sarcasmo, no existe el más mínimo de los dos en estas afirmaciones. Es la forma más clara en la que logro sintetizar todos esos anhelos y “deberes ser” que me impuse y me impusieron. Esas formas correctas de existir como mujer.
Lo que tal vez pueda ser chistoso o patético para quienes leen, para mi genera una profunda tristeza, nostalgia sobre todo, por aquello que perdí en el proceso de alcanzar ese sueño de ser Barbie.
35 años de mi vida, comprometida con fantasías y ensoñaciones de una niña de siete años. Luchando por eso que “quería ser cuando fuera grande” y me metí en una guerra en la que fuí brutalmente derrotada. Ya soy grande, y hasta ahora estoy entendiendo que la herida que supuraba y me dolía existía no por el hecho de no cumplir con esa ensoñación, sino más bien por mandar a las trincheras a mi cuerpo, autoestima, mis gustos y sentimientos a enfrentarse contra un pastiche de imágenes y videos, panditos. Copys y fotos en cajas, que terminaron tiradas en la basura.
Esto tampoco lo digo con arrepentimiento. Doy gracias a las dificultades que no me permitieron obtener el cuerpo, el Ken, La Kelly, el carro rosado y la casa. Agradezco inmensamente no haberlos conseguido desde la necesidad, con lista en mano, evaluando qué tanto se parecían o no, a esos videos que tenia en la cabeza. Lo que inevitablemente, me llevaría a darme golpes contras las paredes, al darme cuenta de que no cumplian porque eran seres reales, y a diferencia de mis muñecos, que decian y hacian lo que yo quería, estas personas tenian agencia sobre su vida. Me costo mucho entender que las personas no actuan, con base en lo que yo hago o digo, con el objetivo de hacerme bien o de hacerme mal. Sino mas bien que, cada quien hace lo que mejor le conviene. Da risa o ganas de llorar, el hecho de que eso que yo quería que las personas hicieran nisiquiera construía la vida que yo quería. Y es que no sé que vida quiero ya. Pero, entonces, mejor vamos desarmando el pastiche pedazo a pedazo.
Si hablamos en terminos de guerra, la primera batalla a la que me enfrenté, que además, será de largo aliento y creo que nunca terminará, es esta idea de tener un cuerpo perfecto. El cuerpo de Barbie.
Como he narrado en cartas anteriores aprendí desde muy niña cuál era el cuerpo que debería tener, y si no me quedaba claro, me rodeaban el número suficiente de muñecas que me confirmaban cuál era ése cuerpo, al cual debía aspirar.
Cuando dejé de jugar con muñecas, las imágenes que veía en las estrellas pop eran muy evidentes, Britney y Cristina acentuaban ésta idea de como debería verme. Pelo rubio y liso, cuerpos delgados. Eso era, ahí estaba el camino trazado, simplemente había que seguirlo. Fácil. Además, todas las mujeres a mi alrededor estaban en ese proceso. Todas queriamos vernos como Barbie. Compartíamos trucos, dietas, métodos, pastillas. “Como adelgazar” se volvió el hilo de conversación que nos conectaba a las mujeres y el “se cuida o no se cuida” la métrica más acertada, y las palabras permitidas para juzgar si cualquier mujer se habíanengordado o no.
Controlar la forma que tenía nuestro cuerpo y lograr tener ese famoso 90/60/90 era el objetivo maximo a alcanzar. Símbolo del éxito de la feminidad. Tiquete de acceso a todos los privilegios que la belleza otorgaba. Atención. Aprobación. Fama. Todo lo que yo quería a los trece años.
El problema era que, ya un nutricionista había dado su sentencia en contra de mi cuerpo: tenía diez kilos de sobrepeso a los doce años. Por supuesto, eso era un problema que se debía solucionar. Veintitres años después pueden dar por hecho que nunca lo logré. Ése cuerpo de Barbie, que comenzó teniendo referente en un cuerpo de plástico, para convertirse en un cuerpo de silicona después, y ahora en un cuerpo “fit”, lo que sea que eso quiera decir.
Ayer entendí, que mi cuerpo tiene una herencia biológica ineludible. Que además carga en sus genes con aprendizajes de generaciones pasadas. Posiblemente por eso es que tiende a “guardar reservas”, gracias a las experiencias de hambruna y guerra, que tuvieron que vivir mis antepasados, algunos migrados desde Europa, y otros, exterminados o desmemoriados por los anteriores. Además, este cuerpito bello, tiene procesos de autocuidado instalados, y mejorados por millones de vidas, que lo hacen regresar al peso en el que se siente cómodo, y yo me comí el cuento de que una persona, libro, dieta, método o cirugia íba a desinstalarlos, en una vida. Sería chistoso, si no hubiera perdido años, salud y energía en todas las anteriores.
No puedo negar que siempre existe esa esperanza de por fin encontrar ese método que logrará encajar mi cuerpo dentro de esa figura de plastico que tengo tan clara. Sin embargo tengo que reconocerme el hecho de que ya no estoy dispuesta a renunciar a la belleza, la feminidad y a mi autocuidado, por el hecho de no tener ese cuerpo. Prácticas que antes pensaba “no servían de nada hasta no adelgazar”, hoy me las estoy permitiendo. Me permito arreglarme y ponerme las pintas que me gustan sin someterme al autocastigo de apretar, forrar o esconder mi cuerpo con la ropa. Si un pantalón me aprieta, chao, pa la basura se fue. Si la pinta queda linda con un crop top y se me ve la piel pues así me la pongo y así salgo. Me permito sentirme bien, atractiva, y cómoda en la ropa que elijo. Me reconozco como una mujer bonita y atractiva por encima del tamaño de mi cuerpo. Me pinto la boca de rojo, uso minifaldas, camino todas las mañanas, hago yoga, como cuando tengo hambre y lo que se me antoja. Sin sentir que debo pedir perdón o reconocimiento por hacerlo. Sin buscar el ojo que reprocha o absuelve las decisiones que tomo con mi cuerpo en público.
Es verdad que tengo muchas más herramientas para enfrentarme a éstas situaciones en las que me desprecio a mi misma, por un número en una balanza o el esfuerzo repentino que requiere cerrar una cremallera. Es miserable el sentimiento de repulsión que pude llegar a cultivar por mi propio cuerpo. Y cómo éste sentimiento se activa automaticamente en cuanto veo en el espejo una figura que no me gusta.
De ninguna manera puede ser sano tener repulsión y desprecio por el propio cuerpo pero de alguna manera la sociedad entera se ha suscrito a tal demencia.
Entonces.
¿Cuándo terminará la batalla?
No tengo idea, la buena noticia es que ahora le doy gracias a mi cuerpo mínimo tres veces al día. Esa es mi meta actual. No menor, para quienes estamos en la tarea de desaprender el desagrado por el propio cuerpo. Supongo entonces que, en el largo plazo, esta batalla terminará en el momento en el que me resbalen los cometarios, videos, imagenes y creencias colectivas acerca de la estética y la belleza. Existen heroínas que están en la batalla que busca cambiar esas creencias colectivas. No soy tan valiente como para unirme a ellas, con que pueda enfrentarme a esas creencias y quitarmelas de encima fácil y rapido como cuando lo caga a uno un pájaro, levantaré mi estandarte de victoria.
La segunda batalla fue con mi pelo. Esa creo que fue de las batallas sorpresa en las que salí victoriosa. Más porque ahora a todo el mundo le parece el pelo crespo “divino”. Y porfin hay recursos disponibles para manejarlo y que pueda recibir orgulloso ese adjetivo. Aquí no me puedo atribuir mucho merito pues así como el color de mi piel y de mis ojos, corrí con la suerte de encajar en los estándares específicos del cabello que, han evolucionado tremendamente desde los noventas al día de hoy.
Y bueno, entramos ahora a la batalla más frenetica de todas.
Encontrar a Ken. Otra de mis obsesiones en estas cartas catárticas en la que suelo poner en palabras eso que me esta ebullendo adentro.
Comenzó con las tragas malucas de mi adolecencia, que en su cúspide me hicieron llorar una noche entera porque me enteré que una amiga se habia cuadrado con él, “el man de mis sueños”. Mi prima me acompaño en esa primera tuza, me escuchaba sollozar en su cama mientras se preguntó por primera vez —¿Por qué le da tan duro? —pregunta que me ha hecho miles de veces y yo como respuesta me emberraco, porque no se cómo responder.
Después vino mi primer amor. Ese en el que no tenía miedo a ser lastimada, en donde volví a sentirme linda, reconocida y valorada, a pesar de mi cuerpo.
Y es que aquí vuelve la niña de siete años con sus ideas y aprendizajes. Porque desde que nací, hasta los ocho o nueve años, fuí la niña bonita. Me sentía en un pedestal en donde estaba destinada a ser esa Barbie y esa princesa de Disney que veía en las películas. Los adultos no ahorraban elogios: “Ay que niña tan bonita”, “No, qué tal esos ojos”, “Qué tal ese pelo”, “Ay mira como canta de bonito”, “Ay pero veala lo linda que es”.
Es que ahí estaba yo, en la cima del éxito femenino, a los siete años. Siendo la niña de la que todos los niños del curso estaban “enamorados”. La que tenía el privilegio de pedirle a su noviecito que le prestara el tamagotchi a su hermano para acceder a jugar con él. A la que escogían como solista en coro del colegio porque además de ser bonita cantaba bien. Esa misma niña que fue bateada de su pedestal entre los ocho y los diez años cuando comenzó a engordar.
Creo que fueron dos años confusos. Tengo muy pocos o cero recuerdos de esta transicion en la que caía de la cima a la base de los privilegios de la belleza. No sabía muy bien por qué estaba cayendo, pero lo reconocía porque, los elogios desaparecieron, ya los niños no me nombraban como la más bonita del salón.
Rechazo. Decepción. Vergüenza. Culpa. Ya no era lo suficientemente bonita. Ya no era suficiente. Aprendí en esta caída al reconocerlos y sentirlos. A los once, cuando era evidente que había un problema con mi cuerpo gordo comenzaron las opiniones y comentarios acerca de cómo resolver el problema, que me ayudaría a ir escalando nuevamente a esa posicion privilegiada de la que había caído. A esa edad comencé a escuchar: “Andreita, tu con esa cara tan bonita que pesar que te hayas dejado engordar”, “No, que pesar como se dejó engordar la niña”, “Andre, y si te pones a practicar natación, mira que eso te ayudar a bajar de peso”, “Andre mira podemos comenzar a hacer esta dieta con la que Fulanita bajó seis kilos en un mes”.
Y es que sí, vuelvo y hablo de mi cuerpo cuando estoy hablando de amor, y hablo de amor cuando estoy hablando de mi cuerpo porque están completamente entrelazados en mi cabeza, no sé cómo separarlos, todavía me cuesta demasiado entender que son cosas distintas y no la misma. Que el éxito o fracaso en estos dos temas es esquivo e indefinible. Por más que me empeñe en creer que el éxito es estar flaca y casada, y el fracaso ser gorda y soltera.
Volviendo a mi primer Ken, que poco o nada se parecía a la figurita de plástico, pero que no se podía negar que era un guapo para nuestros estándares adolescentes, con quien después de tantos años volví a sentirme reconocida. Volvía a esa cima de la belleza. Pero solo cuando estaba con él. Su reconocimiento, su mera presencia a mi lado era un cohete que me llevaba nuevamente a ese lugar al que tanto quería regresar. De un momento a otro los ahora, hombres del curso, se comenzaron a interesar en mi. Cuando salíamos de rumba con mi novio los ojos me seguían. Era un sentimiento rarísimo. Como si la presencia de él me cubriera de un manto de belleza que, se difuminaba cuando él no estaba. Al punto que comencé a depender de ese manto que solo él podía tangibilizar.
Por supuesto, cuando esta relación terminó, mi mundo se oscureció.
No solo por la evidencia de que mi Ken me estaba siendo infiel sino, porque dejé de tener ese reconocimiento. Ese Ken se llevaba definitivamente el manto de la belleza, y con él, todos los sentimientos bonitos que sentía por mi misma.
Fueron dos años oscuros de los que nuevamente borré los recuerdos. No recuerdo las caídas. Solo soy capaz de reconocer los golpes que sufrí mientras caía. El resumen de ese periodo es que había mucho llanto y el que creo fue mi primer ataque de pánico. Además de terapias con varios psicólogos. Culpa, vergüenza, rechazo y decepción. Nuevamente, no era suficiente, los mismos golpes, en las mismas heridas.
Después de por fin salir de la tuza, comencé a reconstruirme. De la única forma, que para ese momento, creí era la correcta.
Me alisé el pelo permanentemente. Me sometí a un procedimiento exprés que prometía esculpir el cuerpo de Barbie. Me puse a buscar un nuevo Ken. Todos tenían cara de Ken, no solo por la cara bonita sino por las complejidades que mientras crecía se iban sumando a las caracteristicas que deberian tener. Uno puntualmente, el tormento eterno, se me aparecio en ésa época. Yo con pelo y cuerpo nuevo me encontre con el Check List de Ken persona. Un tipo ocho años mayor que yo, con clase, estudiado en las universidades de la Ivy League, con apartamento propio y camioneta. El primero que me pidió una cita oficialmente y que me recogió y llevó a la casa después de vernos. Todo lo contrario a mi primer Ken que estuvo muy bien para primer amor colegial, idílico y apasionado, sin plata pero con muchos ideales. Ya mis prioridades habian cambiado, la plata valía más que los ideales, y Ken ahora a mis veinticinco se veía y actuaba distinto que a mis quince.
Ahora sí, este sí era el Ken que yo necesitaba, este era el del anillo. Con este personaje, que no se me acaba de salir de la cabeza diez años después, fue que entendí por qué la casa de la Barbie es solo de ella y no de Barbie y Ken. ¡Porque Ken nunca quiso tener una casa con Barbie! Ni habitarla o compartirla con ella. Por lo menos en esta vida de Barbie que yo estaba tratando de construir.
Éste fue otro momento que presenció mi prima, ese Ken después de estar saliendo durante dos años conmigo me anunciaba que se había cuadrado con otra, mientras mi prima, mi hermano y yo construíamos el libro con el que mi hermano iba a proponer matrimonio. Yo es que no sé qué cara hice, pero mi prima se dio cuenta inmediatamente:
—¿Qué paso?
—S se cuadro— respondí e inmediatamente abrí Facebook, busque su perfil.
Ahí estaba él con su nueva foto de pareja feliz. Una niña preciosa. Después me enteré que ella tenia 21 años, yo tenía 27, él 35.
La idea de Ken, se distorsionó nuevamente después de S. Llegaron otros. Ninguno queria la casita, el perro y el carro. No entendía. Sigo sin entender. Llegaron dos grandes amores, cortos pero mucho más reales que las ideas de amor que yo tenía en la cabeza con un muñeco de plastico. Terminaron. Me metí después en el tiempo de las amazonas de Marvel, y sigo sin salir de ahí. El punto es que, cuando acaba la relación, sea la relación que sea, siempre me da una tuza espantosa. La última, hace dos años.
No entendía qué era eso que estaba llorando.
Qué era ese sentimiento, que me despertaba en las noches y que lograba transferir el dolor del alma a un dolor físico en el pecho.
Claramente no era el par de fines de semana junto a ése Ken, ni las horas de conversación durante la pandemia. No era nada. No había sido nada. ¡Hasta yo misma lo reconocía!
¿Por qué me dolía tanto entonces?
Es que en ese momento entendí la extrañeza de mi prima al verme sufrir de esa forma. Tenía que existir una razón que transcendiera el fin de una relación. No podia ser que una relación pendeja de dos fines de semana doliera igual que una de siete meses, o una de siete años.
No, no tenía sentido.
¿Qué era eso que me dolía?
Bueno, pues hasta ahora estoy comenzando a vislumbrar qué lo que me duele, y dolía tanto, tantísimo, era la reafirmación de la insuficiencia. Ya por fin, voy a tener una respuesta para mi prima, en vez de convertirme en la fiera a la que ella tanto teme hoy en día.
Cada vez que una relación termina, siento como si me dieran en la misma herida. Esa que se hace más honda cuando siento que no soy suficiente.
Tengo una vía neuronal que se abrió camino en esa primera gran caída cuando era niña, y que se pavimentó con la caída de mi primera relación. Ahora la recorro tortuosamente cada vez que termina una relación, no porque quiera, claramente es el camino más doloroso, pero es el único que reconozco. Es el único que se recorrer. Culpa, vergüenza, rechazo y decepción. La repetición una y otra vez de que no soy suficiente. Lo que me lleva automáticamente a culpar a mi cuerpo por estar gordo.
Éso es lo que duele.
No duele perder al Ken, o lo que sea que se haya construido con éste en particular.
Lo que me despierta en las noches del dolor es que, cada vez que Ken desaparece de escena, siento que mi valor, mi belleza y lo bonito que logro sentir por mi misma, se esfuma con él.
¿Y cómo se resuelve? En esta batalla sí que estoy ultra perdida.
No sé, pero al menos tener una respuesta para mi prima me hace sentir que estoy avanzando.
Bueno y cerrando ya los temas más espinosos, seguimos con Kelly. La hija de Barbie. Que más que una batalla se sintió como un divorsio por mutuo acuerdo.
Uno de mis grandes sueños era ser mamá.
No se ha descartado aún, pero, como tiendo a responder cuando me preguntan, cada vez me siento más comoda con la etiqueta “tia eterna” que “posible mamá”. Primero porque ese sueño fue amenazado hace algún tiempo, cuando uno de mis ovarios estuvo en riesgo de ser extraído o mutilado, y me enfrenté por primera vez a la idea de no tener la capacidad física de ser mamá.
Descarté la mera posibilidad, impidiendo que el médico procediera con la cirugía que ya me había agendado. Curándome sola del quiste complejo, que tenía el tamaño de una tacita de tinto, a pesar de que este ginecólogo insistía que la única forma de curarlo era extrayendolo. En este proceso me di cuenta de la frivolidad con la que asumen su rol algunos doctores, por lo menos en esta situación, dos, de los tres que me atendieron. Un ginecólogo furioso. Llamando a mi mamá a reclamarle y cuestionarle a ella, y no a mí, las razones por las que yo le había dicho a su secretaria que no confirmara la fecha de la cirugía, pues no me iba a someter a ella aún. Ese día me vine a enterar, que la soberanía sobre mi cuerpo no la tenía yo, sino él, y si había alguien a quién convencer de que yo me dejara cortar y mutilar el cuerpo no era a mí, sino a mi mamá. Ojo que para estas alturas yo ya tenía 27 años.
Y ni hablar de la gran respuesta del endocrino, una supuesta eminencia, al que queria consultarle las consecuencias de tener un quiste complejo y las posibilidades de someterme a un procedimiento en el que existía la posibilidad de perder un ovario:
— Pero, ¿Cuál es el problema si se lo sacan? ¡Si ahí le queda el otro! —lo dijo con una sobradez. Con una soberbia. Que lo único que me provocó decirle en ese momento fue:
—Ahh no. Entonces venga y le saco un ojo, le quitó una oreja, y le sacó una güeva. Si igual, ¡Ahí le queda la otra! —¿De verdad esa es la respuesta de una de las eminencia de la medicina?
Claramente no volví a ninguno de los dos médicos. Gracias al cielo dí con el tercero, que confió en mi decisión y me dio todas las herramientas y recursos para que cuatro meses después, ya el quiste hubiera desaparecido.
Lo curioso de esta situacion, volviendo a Kelly, es que como efecto colateral de todo este proceso, a pesar de que evité de con todas mis fuerzas la infertilidad fisica, el sueño de ser mamá perdio fuerza. No estoy muy segura cuáles fueron las resoluciones inconcientes, pero el rol de "ser mamá" bajó bastantes posiciones en mi lista de roles deseados.
Entonces, sin el cuerpo de Barbie, sin el Ken, y sin la Kelly, me queda vacía la pared de “mi vida perfecta”. Una pared blanca y limpia.
Conmigo al frente, viendola, partida del susto. Llena de heridas, adolorida, con los ojos aguados y vuelta pedazos. Dándome cuenta que estaba librando una guerra conmigo misma, y que al quitar el pastiche contra el cual estaba en guerra, se me revela una bandera blanca.








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