¿Dónde están Benjamín y Roberto?
- Andrea Sarmiento

- 12 nov 2021
- 11 Min. de lectura
Actualizado: 14 nov 2021
—¡¿Cómo así que Benjamin y Roberto se quedaron en la finca?! Si a la colonia la bombardearon.
—¿¡Qué qué!? ¿Cómo así que se los llevó la guerrilla liberal? — ¡¿Ustedes por qué no se los trajeron?!
Alegaba Sebastián al teléfono en un tono muy bajito, tratando de esconderse en el cuartel en el que se encontraba. Sus compañeros no se podían enterar de que tenía familiares en Villa Rica Tolima, uno de los pueblos liberales del país, muchísimo menos se podían enterar de que él era de cuna liberal.
Hacía una semana, Sebastián le había advertido a su papá que el gobierno iba a bombardear La Colonia del Sumapaz, donde tenía su finca y vivían. —Cómo es posible que el gobierno nos venga a bombardear si aquí les producimos la comida a los godos y a los liberales de Bogotá —pensaba Miguel incrédulo mientras leía el telegrama, pues si bien él era el jefe de campaña para Gaitan en el Tolima, nunca le negó la comida a nadie en este pueblo. Rojo hasta el tuétano de sus gallinas. Roja incluso la clorofila del pasto que allí crecía. Esta tierra llamada, La Colonia Agrícola del Sumapaz, era liberal.
A pesar de su estupor, tenía el telegrama de su hijo en sus manos. Iban a bombardear, eso era seguro y tenían que irse lo más pronto posible y así lo hicieron. Todos salieron con papá Miguel a Girardot: Annalisa en Hugo su caballo. Juan llevando a cabestro a Ana su señora y su hija de tres añitos, Nubia, en Blancanieves la yegua que les correspondía. Cristian, el capataz de la finca ya había empacado a Gala, la mula, con las poquitas cosas que pudieron llevar.
Sonó un estruendo a lo lejos. Ya había comenzado el bombardeo.
—¿Dónde están los niños? —preguntó la mamá asustada.
—Doña, no los encuentro. Deben estar en el monte jugando con los perros.
—¡No me muevo de aquí, sin mis hijos! —ahora se dirigía a su marido.
—Mija, si no nos vamos ya, nos matan a todos. —le dijo Miguel entre lágrimas.
—Sigan ustedes, yo los espero. —dijo Cristian.
Y así se fueron, dejando su vida atrás. Vida y media, si tenemos en cuenta que se les caía una migaja de vida con cada paso que daban sus caballos alejándose de sus dos chiquitos.
Atrás quedaban Pregúntele y Cuál los perritos de la finca, y la discusión que hubo en la casa por sus nombres tan peculiares. Manuela, Emma, Emperatriz y Victoria las cuatro vacas lecheras a las que les daban panela y sal para que dieran buena leche. Los cafetales. Los palos de mandarina, naranja, limón y mango. Las tres arrobas de yuca y los quince kilos de aguacates recién recogidos y lavados. Uruguay, ese terreno que con tanto esfuerzo y sudor había levantado la familia Sanchez.
Dejando todas sus vidas y las que les quedaban por vivir atrás, siguieron el camino que conducía a Girardot. Llegaron la madrugada del 4 de Junio de 195o con una mano adelante y otra atrás, pero vivos. Juan compró el periódico. “El gobierno informa sobre el orden público en el Tolima.” decía el titular.
Llamó a su hermano Sebastián a contarle que los niños se habían quedado en la finca. Sebastián colgó el teléfono. Se fue al salón de armas del ejercito. Tomó una escopeta marca Bayard calibre 16 y un revólver Webley calibre 11,5. Se fue a donde María, la secretaria que le coqueteaba y le pidió que le prestara su máquina de escribir. Comenzó a redactar un salvoconducto falso. Lo sacó de la máquina y lo firmó. Así, ya tenía el que sería su escudo de protección durante el rescate de sus dos hermanos que se había auto impuesto y que iba en contra de todas las políticas de la institución a la cual pertenecía. Él era un soldado al servicio del color azul que iba a zona roja a rescatar a dos puntos rojos que se habían quedado atrás y que posiblemente ya se habían unido a las filas de esa recién nacida guerrilla liberal.
El primer camión del ejército salía a La Colonia Agrícola del Sumapaz la mañana siguiente. Habló con su amigo José para que pudiera hacer parte de las personas que irían a la zona de guerra. Esa noche no pudo dormir. Pensaba en que las bombas tal vez hubiesen alcanzado a sus dos hermanos. Abrió los ojos para borrar la imagen de los niños muertos en el piso. Daba vueltas en la cama imaginándose el encuentro de un chulavita con sus dos hermanos. —¡Es que son unos niños por Dios! —se decía a sí mismo tratando de confiar en la compasión y empatía de los pocos chulavitas que aún contaban con ellas.
—Bueno, si de verdad se fueron con la resistencia —pensaba —tal vez alguno de los seguidores de mi papá los haya reconocido y no los haya puesto a combatir. ¡Aghhh pero Benjamín y sus ganas eternas de cazar peleas! Seguro él solito se pone de carne de cañón.
Para ese momento reclutar a los jóvenes era tarea fácil en esa zona del país, la mayoría de ellos ya eran huérfanos y estaban llenos de rencor en contra de un gobierno que los había dejado sin familia, sin comida, sin escuela, sin tierra y sin esperanzas.
Despertó varias veces durante la noche sin saber que estaba dormido. Y finalmente se dio cuenta que era hora de levantarse al escuchar a los primeros pájaros que anunciaban el nuevo día. Se levantó rápido, se lavó la cara, los dientes. Se cambio de calzoncillos y camisa. Camufló las armas. Cerró la puerta de su habitación en la pensión en la que vivía, y partió sin saber si volvería.
Tal y como le había indicado José, al asignarlo como el conductor del camión, Sebastian llegó puntual. Los soldados del ejército iban a resguardar y explorar ese territorio que se había borrado del mapa. En cambio él iba por sus dos hermanos vivos o muertos.
Durante esas horas de viaje recordaba el puesto de la señora Tulíta, que le hacía el cuarto de recibirle unos huevos robados a cambio de un par de cervezas. Recordaba las carreras de caballos que hacía con su hermano Juan, en Hugo y Galopante, los caballos más rápidos de la finca. Recordaba el pan que su mamá preparaba y que comían con chocolatico caliente y queso. La boca se le comenzó a llenar de saliva, mientras en medio de su delirio nostálgico, vio a Pregúntele, poniendo su hocico en su pierna con ojos de "esa sopa estaba muy cortica de huesos". No midió el viaje en horas sino en recuerdos.
Llegaron a Villa Rica. Sebastián se encontró con un pueblo fantasma en el que reinaba el silencio y la tragedia. Donde solo se veían hombres vestidos de camuflado al servicio del gobierno y en contra del pueblo. También mujeres desesperadas pidiendo ayuda a los únicos hombres que tenían derecho de estar tranquilos allí. —Ayúdeme a encontrar a mis hijos— suplicaban, a lo que los soldados que respondían sin compasión —Si se fueron con los liberales, los vamos a matar.
Sebastián esperaba en la silla del conductor tapándose la cara para que no lo viera nadie. Se subieron los últimos soldados que debía recoger en Villa Rica y continuaron hacia la Colonia. La carretera estaba destrozada por los bombardeos. Sebastián manejaba pendiente de que el camión no se quedara atascado en alguno de los huecos, haciendo caso omiso del olor de los cadáveres. Cuando llegó a su pueblo, no fue capaz de contener las lágrimas al ver La Vocacional hecha pedazos, el lugar que les había enseñado a él y a sus hermanos sus oficios. Vio la tienda de Doña Tulíta saqueada y desalojada. Bajó del camión y se encontró con el viejo John Jairo, su profesor de matemáticas, en la escuela que se acercó y le dijo entre lágrimas:
—Acabaron con el pueblo, mijo —Sebastián respondió con una palmada en la espalda disimulando la cercanía que el viejo le estaba demostrando. Pero compartiendo su dolor de ver ese pueblo tan próspero hecho trizas.
—Profe ¿usted sabe algo de mis hermanos?.
—¿No se fueron todos con su papá? —Sebastián negó con la cabeza y dos lágrimas recorrieron sus mejillas.
Le dio dos palmadas al viejo profesor de matemáticas, en señal de despedida y emprendió su camino a pie hasta la finca. Veía un cuerpo y se dirigía a él, pidiéndole a Dios que no fuera ninguno de sus dos hermanos, y perdiendo un poquito de esperanza con cada paso que lo acercaba a la muerte. Volteó el primer cadáver, un niño que no tenía más de quince años. Un tiro en la espalda.
—¡Chulavitas Hijueputas! —gritó.
Siguió caminando. Volteó otro cuerpo, por fortuna no sabía quién era. Pero la fortuna no duró mucho. El siguiente cuerpo era el muchacho que repartía la leche en la vereda, Andres. Luego se encontró con el cadáver de su vecino, el señor Fabio. Y más adelante yacía inerte Cecilia, la cocinera de la finca. Cuerpo a cuerpo fue reconociendo la nueva realidad que recorría la vereda.
Se perdió en medio de tanta muerte hasta que se encontró el portón de la finca. El galpón estaba vacío, solo quedaban unas poquitas gallinas picando el maíz que había quedado regado. Los caballos y el ganado ya no estaban. Comenzó a llamar a sus hermanos:
—¡Beeeeenjaaamiiin! ¡Robeeeertoooo! Soy Sebastiiiiiian —Gritaba esperanzado de que alguno de los dos lo oyera.
Cuál salió ladrando muerto del miedo. Sebastian lo abrazó y sintió su corazón palpitando en el pecho. Cuál gruñía y le mostraba los dientes al tiempo que le devolvía la esperanza. A estas alturas Sebastian ya no hacía caso a las palabras que, su mamá le dijo alguna vez y, lloraba como todas las mujeres y todos los hombres del mundo juntos. Cristian salió temerario con machete en mano y lo reconoció de inmediato:
—Los niños están en el monte. Les dije que se escondieran ahí mientras alguno de ustedes venían por ellos. La guerrilla liberal se los está llevando a todos.
—¿Y usted cómo sobrevivió?
—Porque Dios es muy grande. Durante el bombardeo me metí al monte. Y estos días escondiéndome entre la casa, las caballerizas y los corrales. —Hablaba sin pausa, la adrenalina de lo que estaba viviendo no lo dejaba respirar —Voy a buscar a los niños...
Pregúntele no se le despega a Roberto, ese perro es fiel y bravo ¿Está armado? —Sebastián le mostró la escopeta y el revólver —Listo. Mire. Quédese aquí escondido en algún lugar desde donde pueda ver esa ceiba alta que está ahí en la copa del monte —señaló con el machete —¿Si la ve? Si encuentro a los niños saco la bayetilla y se la muestro.
Sebastián le hizo caso y se metió en la casa. Entro al cuarto de sus padres, la cama aún estaba hecha. El kit de croché de su mamá en el tocador con una carpeta a medio hacer. El closet lleno, como si aún siguieran viviendo allí. Estaba solo.
Se quedó mirando hacia la Ceiba. Al día de hoy no sabe cuántas horas pasaron. Simplemente que la bayetilla nunca apareció. Ya estaba atardeciendo y no había rastro de Cristian, de sus hermanos o, siquiera de Cuál y Pregúntele. Mientras divagaba escuchó pasos en la grama. Sacó el revólver y se escondió. Podía ser el ejército o los campesinos armados buscando resguardo. Mientras respiraba agitado debajo de las cama, logro ver las patas de Cuál y de Pregúntele entrando a la habitación. El alma le volvió al cuerpo al reconocer los zapatos de su hermanito Roberto que se acercaban cada vez más.
Salió de la cama y abrazó al niño. Ni Benjamin ni Cristian se asomaban. Roberto trató de hablar pero su hermano lo silenció. Esperaron acurrucados al lado del tocador de la mamá. Se oyeron unos disparos a lo lejos. Cuál salió despavorido. Los segundos nunca habían sido tán largos. De repente se delineo en contraluz el semblante Cristian con un bulto en brazos en el arco de la puerta.
Apareció por fin Cristian llevando en brazos a Benjamín. Sebastián sintió las rodillas blanditas, casi no logra pararse. Le arrebató el bulto de los brazos. Era su hermano Benjamin, o una copia idéntica a su hermano, pero amarilla. Al abrazarlo sintió el torrente de su sangre y de sus nervios a través de la piel. Miró al cielo. Se santiguó como lo haría el más godos de los godos. Parecía que ese bulto amarillento al ver a su hermano mayor le volvía la vida al cuerpo poco a poco. Sebastián lo puso en el piso y el niño logró sostenerse. —Estoy partido del hambre, Sebas —le dijo a su hermano mientras entraba en sí. —Vamos a la cocina a ver qué encontramos — ordenó Sebastián.
—¿Por qué se quedaron acá?
—Sebas, nunca supimos qué pasó. —respondía Benjamín mientras se embutía un cábano que había encontrado en la despensa —Estábamos jugando con los perritos, comenzamos a escuchar los estruendos y cuando llegamos a la casa ya no había nadie.
Mientras Benjamín explicaba todo a su hermano mayor, Cristian empacó tres panelitas, seis cábanos y tres panes en una bolsa que le entregó a Roberto quien echó un pan y un cábano más para su mascota. Salieron de la finca y en el camino los adolescentes le preguntaron a su hermano por su mamá, papá y hermanos. Él les aseguró que estaban bien y esperándolos en Girardot. No entendían lo que estaba pasando y Sebastián no supo cómo explicarles que el gobierno había atacado a La Colonia. Llegaron al pueblo. Los recibió un soldado del ejército apuntándoles con su arma.
—Cabo, soy del ejercito. El general Rojas me mandó a este pueblo. Aquí tengo el salvoconducto. —le explicaba Sebastián mientras movía a sus dos hermanos detrás de su espalda con su brazo izquierdo y ponía la palma de su mano derecha frente al cañón. Sacó de su bolsillo el salvoconducto y el soldado se acercó con cautela a mirarlo.
—¿Y esos dos jóvenes?
—Son parte de la misión, no puedo darle más detalles. Necesito llevarlos a Girardot. Ayúdeme, mire que el general necesita ver a estos dos niños muy pronto.
—Esa chiva sale para Girardot en media hora. Móntese ahí —dijo el cabo dudoso.
—Gracias.
Los tres hermanos se dirigieron a la chiva. Sebastián y Benjamin se montaron en la última banca. Antes de montarse, Roberto miró a Sebastián sopesando si debía o no subir a Pregúntele, a lo que Sebastián se negó. El niño insistió con la mirada, no era capaz de dejar al perro en el que se recostaba para dormir desde que tenía memoria, ese perro que lo defendió de culebras y ratas en el monte, el único que no los abandonó esa noche de bombas y tiros. Pero en ese momento, Roberto se dió cuenta que el único ser capaz de poner su lealtad incondicional por encima de su propia vida es el perro. Ahora él lo estaba abandonando. Sabía que no podía insistir. Sacó el pan que había guardado y se lo dio. Pregúntele entendió perfectamente que se estaban despidiendo.
El conductor de la chiva vio toda la escena y se acordó de su mascota. Los chulavitas la habían abaleado antes de perdonarle la vida a él por gritar tres veces: ¡Que viva el partido conservador! Fue hasta donde el niño y le dijo —suba al perro sin que los soldados se den cuenta. Inmediatamente el niño cargó a Pregúntele y lo subió. Los dos suspiraron de alivio.
Tres policias se subieron en la butaca de adelante. —Buenos somos cuatro —Sebastián hacía cuentas mentales —dos armados, un niño y un perro bravo, contra tres armados. —En ese momento le dijo al mayor de sus dos hermanos —Benja tome el revólver, usted le pega a este y yo a estos dos. Yo le digo cuándo.
La chiva arrancó. Roberto abrazó a Pregúntenle para que no se fuera a salir en las curvas. Benjamín débil pero atento al momento en el que debía volverse un asesino. Sebastián en silencio sin quitarle el ojo a los policias. En un momento uno de ellos pidió al conductor que se detuviera. Sebastián supo que los iban a matar. No lo dudó. Los policias bajaron. Dos de ellos se alejaron a orinar. El otro bajo a estirar las piernas y en ese momento Sebastian se pasó al asiento del copiloto y le apuntó con la escopeta al conductor. —¡Arranque ya o lo mato! —El chofer arrancó dejando a los policias atrás que gritaban y corrían. Llegaron a Girardot. Un infierno en la tierra que había creado uno de los bombardeos más infames que tuvo lugar en Colombia y que tristemente no seria el último. Se dirigieron al hospital, Sebastián quería que revisaran a Benjamín.
Una vez llegaron, Sebastian le ordenó a Roberto que se quedara afuera con el perro mientras entraba con Benjamín por la puerta del hospital, sin percatarse de que ni Roberto ni Pregúntele habían acatado su orden. En el corredor se encontraron con su padre acostado en un colchón. Sebastian no alcanzó a tomarlo de las manos, cuando Pregúntele ya estaba encima lamiéndolo.
—¡Mis muchachos están aquí! ¿verdad? —Pregunto Miguel con las pocas fuerzas que tenia y en medio de los lengüetazos de la segunda sombra de Roberto.
– Viejito están aquí —Respondió Sebastian acurrucado al lado de su padre.








Una historia muy conmovedora, reflejo de una de tantas vivencias. Excelente