El caos de la yuca
- Andrea Sarmiento
- 13 abr
- 14 Min. de lectura
— Amorcito, levántese —susurró Ana.
— ¿Uy, tan temprano? —contestó José todavía entre sueños, recorriendo el muslo de su esposa con la mano.
— No, ya está de día… y acuérdese de que usted quedó de hacer lo de la yuca.
Yacían acostados, espalda con espalda. Estaban estrenando cama doble gracias a que Don Feliciano, padre de Ana y ahora suegro de José (sólo lo había aceptado como tal hacía una semana, aunque la pareja ya llevaba dos años de matrimonio) les había propuesto vivir en una de las habitaciones de su hotel, el mejor de todo Villa Rica. Dos años le duró la rabia, pero la compasión le ganó al ver el cuchitril en el que vivía una de sus tres princesas por casarse a escondidas con aquel tomatrago, mujeriego y bandido que, por desgracia, era el único en el pueblo capaz de arreglar las benditas luces.
— Eso de rayar yuca me deja el brazo jodido como por tres días. Y su papá sabe lo bueno que soy con los arreglos eléctricos del hotel.
—José, mi amor… ¡ayúdeme! Usted raye la yuca, que mi papá le puso a hacer eso solo para sacarse la espina del matrimonio —les estaba saliendo cara la decisión de casarse un lunes a las cuatro de la madrugada, Ana escapada de la casa y José esperándola en la iglesia del pueblo tomadito, para aguantar la espera—. Ya pronto lo pone a hacer algo diferente. Ya verá. Además, acuérdese de que nos dejó quedarnos con lo de la venta del almidón.
—Bueno, sí. Esa platica extra nos cae como anillo al dedo.
—Más bien hágale rápido. Yo me pongo a preparar el desayuno con las empleadas del hotel y lo espero aquí a las once en punto —le dijo Ana sonriéndole.
José se levantó como un ringlete de la cama. Entró al baño. Se lavó la cara y salió a mil de la habitación, después de darle un beso apasionado a su esposa, anhelando su encuentro de las once. Llegó a la cocina. Ya estaba la señora Maruja pelando la yuca.
— Buenos días.
— …Días —respondió a secas Maruja, con más cara de malos que de buenos. A ella tampoco le gustaba la tarea.
—Mijo, le traje unas vendas para que se amarre en las manos y la rayada no se las destroce —dijo mientras se las sacaba del bolsillo del delantal compadecida de lo que le esperaba al pobre muchacho—. Tiene que sostener el rayo con fuerza. Que no le vaya a pasar lo mismo de la vez pasada, que casi se quiebra la muñeca.
—Gracias —dijo José mientras le recibía las vendas—. Usted mejor que nadie sabe lo jodido que es este trabajito. No entiendo cómo lleva años haciéndolo.
—La necesidad, mijo. Además Don Feliciano es un muy buen patrón. Nos paga bien y nos da las tres comidas —respondió mientras se paraba de su silla y ayudaba a amarrale las vendas en ambas manos.
—Lo que no entiendo es que lo ponga a usted, el esposo de una de sus hijas, a hacer esto —agregó con tono cauto y terminó con la mano derecha poniendo el par de nodrizas —¿Así de verraco estaba por lo del matrimonio a escondidas? —ya a modo chisme.
José no respondía. Se fue a traer una de las banquitas del comedor para la servidumbre. Cuando regresó la puso al lado del montón de yucas ya peladas, agarró el rayo y suspiró.
— Sí, no se queda con media. Por eso me tiene haciendo esto, cuando sabe que me conozco todo el sistema eléctrico del hotel y podría ser mucho más útil arreglando las luces del comedor. ¿Si se ha dado cuenta de que hay un montón fundidas? —dijo al tiempo que se volteaba a mirar el morro de yuca pelada y añadió—: Además de ésta, ¿cuánta más hay?
Maruja le señaló con la boca otro cerro de yuca que habían traído de la finca.
— ¡No, hoy no alcanzamos a hacer todo eso! —dijo José enervado.
— No es tanta, mijo. Cuando la pele se va a dar cuenta de que es poquita.
— Bueno, yo le creo, pero necesito salir de aquí a las once en punto.
— ¿Van a ir con la señorita Ana a misa de doce?
— Sí, esa es la idea.
José ya iba por la quinta yuca. Las vendas que Maruja le dio habían ayudado a que no se lastimara tanto las manos, pero tenía ya varias heridas en los nudillos y le dolían los hombros y los brazos, con todo y que estaba acostumbrado al trabajo del campo. A los diez años se había ido de la casa de su mamá en Bogotá a vivir con su papá en la finca. Se había cansado de que la profesora lo colgara de la puerta del salón con una cabuya amarrada a sus muñecas como castigo y le aburría estar sentado todo el día, viendo tableros y escribiendo en la pizarra. Cuando se fue a vivir con su papá aprendió mucho más. Sabía manejar una finca. El ganado. Las gallinitas. Cultivar frutas, verduras y hierbas. Vender y negociar en la plaza. Sabía, y lo dijo hasta el día de su muerte, que la mejor forma de aprender era trabajando. Ahí sentado, rayando, recordó que casi se cae del andamio cuando vio por primera vez a Ana volteándose hasta donde le dio el equilibrio, porque no le pudo despegar los ojos. Su mirada la seguía así intentará ver hacia otro lado. Nunca le había pasado algo así. Y eso que era uno de los muchachos más mujeriegos del pueblo. A "Mis ojitos", como le decían todas, le sobraban las enamoradas, aunque ese día Ana ni lo volteó a mirar.
— ¡Ahg! —gritó José al salir dolorosamente de sus pensamientos. No se percató de que la yuca ya estaba muy chiquita y, en vez de rayarla, se rayó las falanges.
— ¡Ay, por dios! —gritó Maruja cuando le vio la mano ensangrentada—. ¡Le dije que tuviera cuidado! —José no respondió para no descargar en Maruja la rabia que sentía con Don Feliciano y con él mismo.
Maruja se levantó de su silla, fue a la cocina y regresó con una botella. Le quitó la venda rota y ensangrentada, y le echó alcohol en la herida. José se sacudió del dolor.
— ¿Pa dónde estaba mirando?
— Yo no debería estar haciendo esto —fue lo único que pudo decir—. No sé cocinar. No sé cómo usar un rayo, pelar una papa, hacer un guiso. Esto no es lo mío.
Y para qué, si se había casado con la maga de la cocina, una joya de niña, decían los amigos. Que él no le daba la talla, en eso tenían razón. Seguía sin entender por qué Ana lo había escogido a él entre tantos pretendientes que tenía. Pero lo que no sabían sus amigos ni su papá —que le había aconsejado no meterse con la niña rica del pueblo—, es que Ana tenía poderes mágicos en la cocina.
El fuego encendía en Ana un halo místico, como si los elementales de la tierra la poseyeran, dotándola de ideas y talentos que no podría haber aprendido ni de los tutores más importantes del pueblo, porque eran saberes de la tierra. Él imaginaba que tal vez el río fuera el principal profesor de su esposa y por eso le gustaba tanto ir a nadar. O el galopar de los caballos cuando le daba por salir sola a recorrer la finca entre los cafetales a pesar de que su mamá le insistía en no hacerlo. José no había terminado de entender cómo su Ana había adquirido tales poderes, pero que los tenía, los tenía. De hecho, la piecita la habían pagado a cambio de los platos que Ana preparaba para sus dueños, en agradecimiento por alojarlos. Cuando le contaron a su anfitrión que Don Feliciano los había perdonado y que se irían a vivir al hotel, él le pidió a Ana que siguiera viniendo a cocinar, siquiera las arepitas de la mañana —tenían lo mismo que todas las arepas que preparaban todas las mujeres de todos los pueblos de Colombia, pero la consistencia de las de ella era de otro mundo: tostadas y crujientes por fuera y suavecitas por dentro.
Hacía un bistec a caballo que se volvió el plato especial del restaurante del hotel. Cuando José se quedó atontado viéndola en el andamio, lo único que lo sacó del embrujo fueron los aromas del almuerzo que estaban sirviendo. Veía a los comensales pedir más salsa, no sólo sobre la carne sino también en el arroz, en las papas… casi que se la querían comer a cucharadas. La perdió de vista a ella. Volvió a buscarla. No la encontraba. Microsegundos de desesperación hasta que la vio de nuevo. Ana sintió que la miraba desde el andamio. No le paró muchas bolas pero cuando se bajó y pasó a su lado para sentarse en el comedor, lo olió. No quería decirle a nadie, le daba vergüenza siquiera recordarlo. El humor de aquel hombre despertó un instinto animal que ella no conocía. Con urgencia pidió atender el lado de la mesa en la que José estaba sentado para volver a deleitarse con ese olor que la aturdía y desbarataba. Lo tocó por accidente mientras le servía en el plato. Millones de bengalas estallaron al contacto de sus cuerpos. Tenían que dejarse de mirar.
José volvió a su plato. Ana le sirvió más salsa. Más agua. Más arroz.
—¿Se le ofrece algo más?— ya no sabía qué más hacer para estar a su lado.
—Le agradecería si pudiera repetir jugo, señorita. —Ana asintió con la mirada y fue en un segundo que le parecieron días para traer la jarra.
—Tenemos que disimular —se dijeron sin hablar—. Cruzar miradas sólo de vez en cuando, obligarnos a mirar a otro lado.
—¡Que se acabe esta tortura! —pensaban en ese espacio mental que ahora compartían. Ana se controlaba. José no podía.
Cuando Ana volvió a salir al comedor José ya no estaba. Le entró una angustia profunda. —A lo mejor vuelve, ojalá no haya terminado su trabajo — pensó. Volvería mañana al almuerzo. Igual le parecían dos mil años de espera para volverlo a oler.
En los días que siguieron, José no hallaba que más dañar, para tener una excusa para regresar al hotel. Los dos inventaban excusas y sacaban tiempo de donde fuera para estar cerquita, sin embargo, no habían cruzado media sílaba. La verdad es que a Ana no le hacía falta hablar, con el olor de José le bastaba. Se convertía en animal. Quería pegarle la nariz a la palma de la mano y seguir el camino hasta su axila y seguir recorriéndole todos los rincones del cuerpo, especialmente los más escondidos y oscuros. Los buenos modales y pudor, en los que habían insistido tanto sus tutores, no eran viables cuando José se le acercaba. Quería morderlo, lamerlo, chuparlo, entrar en su piel y quedarse ahí siempre. Se lo confesaría ya entrados en confianza, entre buenas faenas salvajes, casi un año después de haberse casado y haberlo recorrido con su nariz las veces y en los rincones que quiso.
—¿Y entonces, que es lo suyo? —pregunto Maruja con compasión mientras regresaba a muchacho al momento presente, mientras le terminaba de hacer la curación de los nudillos destrozados.
—¡Inventar cosas! Crear sistemas. Revisar motores. Reparar aparatos. —dijo reafirmándose ansioso que podría hacer cualquier otra cosa.
—Pues invéntese un aparato para esto, porque con la mano así, no va a poder rayar yuca en un buen tiempo.
José se miró la mano con piedad. Se levantó de su puesto. Eran hasta ahora las diez de la mañana y no había rayado ni siquiera la yuca que Maruja tenía pelada. Fue al baño. Intento bajarse los pantalones. Le costó. Se sentó en el inodoro. Pensaba cómo le iba a decir a Ana que no tendrían la platica extra de la venta del almidón. Y las caras que iba a hacerle el suegro.
—Virgencita —dijo pasito. Una idea. No tenía donde anotarla. Se paró rápido, se lo sacudió mediocremente y salió corriendo del baño.
—Marujita, viejita, no sabe lo que se me ocurrió. Voy al taller. Si Anita viene a buscarme, dígale que estoy ahí— dijo con afán para no perder el proceso mental que se estaba desarrollando en su cabeza. Salió corriendo de la cocina. Maruja no entendió nada. Se devolvió corriendo, agarró el rayo y salió otra vez.
Al rato, Ana entro a buscar a José. Maruja le contó lo que te paso.
—Dizque se iba para el taller.
—Quedamos de encontrarnos a las once —dijo Ana extrañada.
—Sí, me dijo que iban a misa de doce.
—Sí —respondió Ana mientras se volteaba para que Maruja no le viera la sonrisa que se le dibujó en la cara. Pero se le quitó enseguida porque tenía rabia, y a la vez curiosidad, porque José nunca se perdía sus encuentros de mediodía. Se fue al taller a buscarlo.
—¿Usted que está haciendo? —le preguntó desde la entrada del taller. Si esperar respuesta, entro y le cogió la mano con rabia. —muéstreme la mano, Maruja me dijo que se la destrozo.
—Mi amor mire —le dijo José mirándola con sus ojos de cielo. Ana se derritió. Miró lo que le estaba señalando su esposo. No vio nada especial. Un motor viejo y dos latas en las que empacaban la manteca.
—Déjeme ver su mano —le cogió la mano derecha con rabia, efectivamente la tenía destrozada.
—Por Dios José, casi se quita los dedos.
—Mi amor, eso no importa. ¡Mire lo que me invente!
Le dio pesar ver a su marido con esa cara de niño chiquito y manos ensangrentadas tratando te de mostrarle su último juguete.
—A ver explíqueme.
—Este motor viejo tengo que repáralo. Cuando lo tenga listo amarro estas correas a estas dos latas y las hago girar con el motor. La lata sirve de Rayo. ¿Si me entiende? —Ana le entendió la idea inmediatamente. Este par de genios ya tenían telepatía entrenada y hacían transferencia de conocimiento con menos de cinco palabras.
—Uy amor, usted es un verraco —Ana lo abrazó. Le dio un beso apasionado. Eso era lo que más le excitaba de su esposo, su inteligencia. Lo solto.
—Uy Anita, ¿vamos a la pieza?
—No. Hágale. Repare el motor y yo veo como lo puedo ayudar.
José volvió al motor. Ana se quedó mirándole la espalda. La distrajo nuevamente ese bendito olor que no la dejaba pensar. Ya había aprendido a domar ese animal. Se concentró en las manos de su marido. Se asombró, como siempre, de la habilidad de su esposo con las máquinas. José no tuvo ni la mitad de los tutores, clases y libros que tuvo ella, y aun así logro convertirse en uno de los talentos más solicitados del pueblo. Era el único que reparaba motores en horas y no en días. Se había metido a aprender de electricidad y ahora, además, era el único capaz de arreglar y hacer funcionar todos los sistemas eléctricos del pueblo. Era un verraco. Inteligente. Buena persona. Primoroso. Ana había visto inventos como este en chiquito y en grande. Desde la cometa que le hizo a uno de sus sobrinos, la que voló más alto de todas las que llevaron en el colegio. Como la reparación de un motor de un carro que le salvo la vida a un viejo que tenían que llevar Villa Rica de urgencia.
Entendió cómo lo podía ayudar. Agarro las latas y el rayo que José tenía sobre la mesa. Observo el rayo un buen rato. Luego busco entre las herramientas la caja que contenía las puntillas. Tomó una y buscó el martillo. De las dos latas vacías, destapó una, puso la puntilla en el interior de la lata y le dio un golpe seco. José pegó un brinco cuando escuchó el golpe. Al ver a Ana, le dijo —Eso, ayúdeme a adelantar el rayo. —Ese espacio mental que habían creado descargaba información rápidamente de los dos cerebros activos en ese proyecto. La puntilla rompía las paredes de la lata haciendo que las puntas de latón, filosas, se extendieran hacia afuera para simular el rayo. Ana revisó la puntilla que había elegido, era muy delgada, tomo varias para probar cual era la medida perfecta. Hizo varias pruebas en el borde de la lata. Comparaba con el rayo y probaba otra. Cuando encontró la puntilla que simulaba exactamente las puntas de rayo, comenzó a hacer la tarea de convertir las dos latas vacías en rayos rotadores.
Maruja sentía los golpes desde la cocina. Tenía curiosidad de ver qué era esa que andaban haciendo ese par. Se acercó a la puerta. Asomó un poco la cabeza por la puerta. Vio la espalda de José. Estaba sin camisa. ¡Virgen santa! Se escondió. Le dio vergüenza, pudor, piedra y envidia. Salió corriendo de la puerta del taller. Paso por la cocina principal. Se despidió afanada de su jefa como para que ni se le ocurriera preguntar cómo iba el almidón. ¿Cuál almidón? Si lo único que se había hecho ese día era pelar yuca. Y ni al caso que se diera cuenta de que para ese día no había más que eso, y se encontrara, encima, con la escena que ella vio. Ya de todas formas era hora de irse y sin la ayuda de José, Don Feliciano sabía que ese trabajo de sacar almidón no lo podía hacer una persona sola. Que lo resolviera, pues, su princesa consentida, que tan bueno la estaba pasando, en vez de ir a misa de doce.
Al día siguiente Maruja se demoró en pararse de la cama. No quería ni imaginarse el regaño que le iba a pegar la jefa cuando se diera cuenta del desastre de la jornada anterior. Se preparó un tinto antes de salir de la casa. Se lo tomó despacio, no quería ir a trabajar hoy. Sin embargo, cuando vio la hora le dio angustia. No podía perder ese trabajo. Salió sin saber si cerró bien o no el candado de la casa y caminó lo más rápido que pudo. Llegó. Miro el reloj. Quince minutos tarde. Entro en silencio como para disimular su tardanza entre las otras trabajadoras. No había nadie en la cocina principal. Le pareció raro. Normalmente, para esa hora, el agua de panela ya estaba lista con las almojábanas del desayuno y todos los trabajadores del hotel andaban comiendo. Comenzó a buscar a sus compañeras. Se encontró con una algarabía de viejas que iban y venían. Todas corrían de un lado a otro, desordenadas, se estrellaban unas con otras. Agua iba y venía. Baldes de yuca rayada. Almidón regado en el piso. Un motor prendido. Se encontró de frente con la jefa
—Menos mal llego. Ayúdeme a traer la nueva carga de yucas, que los muchachos ya deben estar dejándolas en la bodega —Maruja trato de preguntar, pero ya la jefa estaba dando más instrucciones a una de sus compañeras.
Fue a recoger la carga de yucas. Sí, ya las estaban descargando. —Mijo, ayúdeme a dejarlas en la cocina, hágame el favor. Se fue detrás del muchacho y el bulto de yucas a la cocina. —Déjelas ahí —la jefa le señaló en lavadero de papas con la boca —que las están lavando. Se quedó parada, mirando qué era lo que estaba pasando. María estaba lavando yucas. Celia las ponía sobre una mesa de madera. Blanca las empujaba con una tabla. Y ahí estaba José, era el que guiaba el movimiento de las yucas, que llegaban a un cilindro rotador rayando todas las yucas al tiempo, sin pelar. Debajo del cilindro había una batea recibiendo la yuca rayada que Myriam miraba y daba la señal de parar cuando se llenaba, echaba la yuca en un tanque con agua que otra muchacha revolvía con un palo de escoba. En la esquina del taller había tres tanques. Fue a verlos. Estaban llenos de yuca rayada y ya estaban asentados. ¿Será esa la yuca que había pelado ayer? Efectivamente, la montaña de yuca pelada ya no existía. Ahora lo que había era una montaña de afrecho. Regreso a donde estaba el caos de la yuca.
—Mijo, ¿y qué hacemos con el afrecho? —preguntó dirigiéndose a José.
José levantó la mirada, sabía que le estaban hablando a él.
—¡Viejita! Mire en lo que va la idea que me dio.
—¿Esto se lo invento usted Maruja? — le pregunto la jefe que se metió en la conversación.
—No jefa. Yo qué me voy a inventar nada. Eso fue José.
—No Marujita — interrumpió José — si usted ayer me dijo que me iba a tocar inventarme una máquina de rayar yuca —le mostró la mano vendada con la curación que ella le había hecho el día anterior.
—Bueno Mijo, pero es que todo ese afrecho no se lo van a comer los cerdos.
—Vaya a la cocina para que Anita le muestre qué está haciendo con el afrecho. Maruja no entendía nada. Qué par de días más raros. Para este punto todo el mundo le decía qué hacer, qué pensar, qué se había inventado y qué no, quién le respondía las preguntas, quién la mandaba a hacer cosas. Se dió por vencida. Siguió nuevamente la instrucción y se fue a buscar a Ana a ver qué era lo que ella estaba haciendo con el afrecho. Andaba en los hornos de la cocina.
—Marujita, venga desayuna conmigo —la llamaba Don Feliciano. Hacía rato, no lo veía así de contento.
—Don Feliciano buenos días.
—Tome, pruebe esta torta que se inventó Anita —le dijo mientras partía con un cuchillo una porción de una torta y se la ofrecía sobre el mismo cuchillo.
—Mire, el agua de panela sigue caliente, sírvase, y pruebe esa delicia.
Maruja tomó el pedazo de torta que le ofreció Don Feliciano. Se sirvió el agua de panela de la jarra que estaba sobre el fogón, en uno de los pocillos limpios de la cocina. Mientras volvía y se sentaba en la mesa con Don Feliciano. Vieron venir a Ana del horno con otra torta recién salida. Probo la torta. Dulce. Cremosa. Arenosa. Esponjocita. ¡Ah Delicia!
—Sí, o no que está buena.
—Don Feliciano, sí, está buenísima —dijo con absoluta y genuina admiración.
—Anita, ¿usted hizo esta torta con el afrecho de la yuca? —ahora se dirigía a la maga de la cocina.
—Si viejita, ¿cómo le parece? ¿Le da el visto bueno? —le respondió Ana dejando la nueva lata sobre un trapo en la mesa en la que estaban sentados desayunando.
—Buenísima. Yo creo la podrían hasta vender de lo buena que está — se dirigió ahora a Don Feliciano. Ella sabía que lo que más le gustaba el viejo era la plata.
—Uy si Anita, vendámosla, ¿cómo le ponemos?
—Hágale papá. Pero me da a mí la mitad de las ventas. Y no se complique viejito, se llama torta de yuca y listo.
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