Las mujeres bonitas, son flacas.
- Andrea Sarmiento

- 23 may 2021
- 27 Min. de lectura
Sería ingenuo ignorar el hecho de que la belleza se convirtió en una moneda transaccional para lograr ser aceptado. En mi caso, he pasado una gran parte de mi vida buscando ser bella y atractiva, pues creía que era mi deber serlo.
En mi colegio vi como mis compañeros de curso, en sexto grado, recriminaban a una niña del salón el no depilarse las piernas. En la jardinera que todas llevábamos, a ella se le veían los pelos recién salidos. Para todos los del curso con apenas doce años, ya era evidente lo que era reprobable, objeto de burla y una razón clara de recriminación hacia una mujer. Al no afeitarse las piernas, estaba cometiendo una transgresión de esos límites muy bien demarcados a los que todas las mujeres teníamos que adherirnos, pues de no hacerlo éramos objeto de ataques. Y claro, nos sentíamos merecedoras de esos ataques. Era el colmo que no hiciéramos algo tan simple como pasarnos una cuchilla por las piernas, hablando del caso de mi compañera.
En mi caso, era más simple aún, solo necesitaba "cerrar el pico" como me dijeron muchas veces. Así lograría complacer esa contemplación constante que ejercía una presión asfixiante a las niñas que perturbábamos el pacto estético que se les exigía a las mujeres desde muy temprana edad. En sexto grado lo estábamos comenzando a entender.
Yo quería comprometerme con ese pacto. Era necesario cumplir, uno a uno, los puntos requeridos del listado: "Una mujer bonita es:... ”. Flaca. Primer punto. Como adjetivo, sí, para esa época ya entendía que las mujeres eran gordas o flacas. Ser gorda era reprobable y todas las que tenían esa etiqueta, a mi alrededor, estaban buscando técnicas, remedios, pastillas o dietas para dejar de serlo.
En cambio, quienes tenían la etiqueta de flacas, entraban en las interacciones adolescentes: ser invitadas a las fiestas, ser atractivas para los hombres del colegio, ser las novias de adolescentes mayores, entre otras tantas . Una muy importante, era la forma de definir si una mujer era o no atractiva. Más allá de si un joven se sentía atraído por ella, lo que realmente importaba, era quién la consideraba atractiva. Si sus amigos aprobaban ese gusto, tenía permiso de continuar contemplando a esa mujer y recibía porras y ánimo cuando decidía pedirle el cuadre – así nos referíamos en esa época a la acción de preguntarle a la mujer si quería ser su novia–. Si por el contrario sus amigos no aprobaban ese gusto, simplemente se resguardaba en la excusa de que era un chiste y que ,obviamente, a él no le gustaba esa mujer, acompañado con un adjetivo peyorativo, que le daba acento al hecho de que eso que había dicho, no era en serio.
Yo, incumplía la regla de "ser flaca". El peor de los pecados del canon de belleza adolescente. Por ese motivo, hacía parte de esas primeras interacciones románticas, que tanto anhelaba, solo como espectadora. Yo quería ser atractiva. Yo quería que los hombres me vieran como una mujer bella. Pero sabía que merecía ser excluida por el tamaño de mi cuerpo. Era el castigo que la sociedad le daba a las mujeres por tercas, flojas o débiles. ¡La falta de voluntad! Decían las ex gordas, que me contaban historias heroicas de cómo lo habían logrado. Además, yo, con esta cara y con estos ojos, ¿cómo era posible que no los aprovechara? Sólo me faltaba ser flaca para poder acceder a los placeres de la vida social adolescente. Existía la promesa de que bajar esos kilos de más, me haría pasar mágicamente, del nivel más bajo de los escalones de belleza adolescentes a los niveles más altos, pues según lo que escuchaba, eso era lo único que me hacía falta, y debía postergar todo, hasta no conseguir esa meta.
En ese preciso momento, aquel en donde se estaba comenzando a enquistar en mí esa creencia, esa verdad absoluta en la que se dicta que solo las mujeres flacas, son bellas y atractivas; la vida quería darme opciones. Un joven de sexto B, el paisita, apareció en mi vida. Para ese entonces yo no había aceptado prácticamente nada de mi aspecto físico. No sabía manejar mi pelo crespo. El pelo liso era lo que se usaba, una mas de las reglas del listado que yo estaba tratando de cumplir. Por ese motivo, solo lo llevaba suelto si estaba liso, cuando no, lo llevaba recogido en un "bollito". No me sentía atractiva, ni bonita, y tampoco hacía nada para sentirme así. Ya sabía que, si algo había que hacer, era bajar de peso, cualquier cosa que hiciera antes de lograr esa meta era trabajo perdido, pues nadie notaría mi belleza hasta no lograrlo.
Aún así, él, el paisita, se sentía atraído por mi. Que man tan raro, ¿A quién podría gustarle una mujer gorda?, pensaba yo, en ese momento.
– A él – Afirmaba, la amiga en común que nos sirvió de celestina, también con un tono de incredulidad.
– ¿Pero si no me conoce?
– No sé, dice que tienes una personalidad una nota.
Claro, no podía decir que le gustaba físicamente, era un sin sentido. Sin embargo fue capaz de expresarlo. A pesar de lo que sus amigos pensaran. A pesar de lo que las mujeres pensaran. A pesar de lo que yo pensara de mí misma, él reconocía mi belleza y lo atractiva que era. En su momento lo encontré extraño. Hoy en día entiendo que fue valiente. Éramos niños, entrando a la adolescencia, teníamos doce años, y así como yo ya había aprendido varias lecciones que no se decían en voz alta, pero que, para todas las mujeres eran claras, entre los hombres también habían varias. No sé exactamente cuáles estaba transgrediendo el paisita en ese momento, pero supongo que varias, al decir en voz alta que le gustaba la mujer "gordita" y no la que estaba aceptada como la "niña linda" de todo sexto.
A través de mi amiga, acepté su propuesta de que fuéramos novios. La lección que la vida me quiso dar a los doce años hasta ahora la estoy comenzando a desenmarañar.
Yo estaba completamente convencida de que no era atractiva. Esa verdad "las mujeres gordas NO son atractivas" ya estaba soterrada en mi mente. Y actuaba, naturalmente, según esa regla. Fui cruel, no le di siquiera la oportunidad de hablarme. No lo miré tampoco, a los dos días hablé con mi amiga para mandarle decir que me arrepentía, que no quería ser su novia, que termináramos. Así pague su valentía. Posiblemente, gracias a mi comportamiento; que venía desde la cobardía y menos precio de mi misma; él entendió que no era seguro decir en voz alta que le gustaban las mujeres que no cumplían esas reglas de la belleza. La verdad es que no sé que aprendió él con mi comportamiento, pero puedo intuir que nada bueno, y lo único que logré fue reforzar las creencias, que en ese momento, nos hacían daño a los dos.
El resto del año yo trataba de ignorarlo. Recuerdo que en alguna ocasión se cayó y se rompió la pierna. Yo, simplemente para demostrar que no me importaba, fui la única del curso que no salió a ayudarlo. Después, sus propios amigos se burlarían de él, diciéndole que a la que menos le importó de todas las niñas del curso, fui yo. ¡Precisamente, la niña que le gustaba! Yo escuchaba sus burlas, había conseguido mi objetivo. Pero en realidad fue una derrota. Él me gustaba, me parecía lindo. Y aún así me negué la oportunidad de tener una relación con él. Y no me bastó con eso, además con mis acciones logre transmitirle todo eso que yo sentía por mí: Desprecio y vergüenza.
Ahora, tomando con delicadeza uno a uno los hilos de toda esta situación. Entiendo que, en él hubo una resistencia, un actuar arriesgado, temerario podría decir. Ese temple que caracteriza a los paisas fue evidente en ese momento. Actitud que aún hoy me es difícil encontrar en hombres mayores de treinta años. Y lo entiendo, seguramente como le pasó al paisita, también tuvieron que enfrentarse a la crueldad de sus compañeros de curso, por ese actuar, la conclusión claramente sería: "De ahora en adelante voy a la fija, solo digo que me gusta la que les gusta a todos. Para qué arriesgarse con la que a mí me gusta, si, de todas formas, las mujeres van a ser crueles". No sé, estoy haciendo suposiciones. Espero que otras hayan sido las lecciones y, ojalá él mantenga esa valentía, que yo pagué tan mal. Porque cómo es de difícil en este momento, encontrar hombres y mujeres que hablen desde lo que realmente sienten, que sean honestos, valientes y reales.
Han sido muchas las veces que me he encontrado hablando desde lo que intuyo que mi interlocutor quiere escuchar. Y no desde lo que realmente quisiera decir. Me cuesta hablar de lo que realmente pienso, pues cuando lo he hecho, he recibido castigos sociales, elucubraciones completamente salidas de la realidad y reacciones exageradas que vienen desde las inseguridades propias, y de quienes me rodean. También noto que es un actuar muy común entre los adultos. La resistencia es atacada. Ser honesto es juzgado. Y quienes tienen la valentía de ser auténticos y honestos consigo mismos, y con los que los rodean, deben vivir con un escudo de protección ante las reacciones de su círculo cercano. Deben acostumbrarse a la incomodidad constante. Son reprochados. Generan dudas en su actuar, y muchas personas interpretan e inventan historias detrás de ese actuar honesto y cómodo, porque no son capaces de concebirlo.
Y bueno, volviendo a los hilos de esta historia. Otro que comienzo a halar con cuidado para que no se rompa, en todo este enredo de creencias y conclusiones, es mi propia valía. Sí, es muy frágil. Tan frágil es, que a pesar de escribirle a mi cuerpo cartas hermosas de agradecimiento. A pesar de que intelectualmente entiendo que mi valor no depende del tamaño de mi cuerpo. Aún después de que elegí aceptarme y amarme tal y como soy. Sigo quebrándome. Por donde más me duele. Sí, la vergüenza de encontrarme en un cuerpo que puede ser considerado gordo. Más de un año ha pasado desde que las circunstancias nos obligaron a encontrarnos con nosotros mismos. El 2020 me dejó un libro -¡Un libro!- Ahora sé poner tildes, ahí voy con el tema de la puntuación y he incorporado palabras a mi lenguaje que nunca había utilizado. Han llegado a mi vida maestras que admiro profundamente, y muchas personas he encontrado gracias a la literatura, el arte y la auto reflexión. He leído unos libros deslumbrantes y he conocido la historia de autoras que me han llenado de inspiración. He sanado muchos problemas que tenía y estoy en el proceso de sanar otros. Tengo lugares por visitar, historias por escribir y personas que me quieren. Y aún así, en lo único que puedo pensar ahora, es en los pinches kilos que subí durante este año. Lo que me lleva a la conclusión de que no había aceptado mi cuerpo. Simplemente había aceptado la forma que mi cuerpo tenía antes de la pandemia. Esta que ahora tengo, sí que me ha costado aceptarla y amarla.
Y eso me lleva a la cuestión que está dirigiendo toda esta divagación. El hilo más enredado de todos. Sentirme hermosa. Sentirme atractiva. En este cuerpo, con esta forma, con todo y los kilos que gané durante este periodo de no tiempo.
A muchos les puede resultar banal, esto, que para mí es tan profundo. Pues si bien la sociedad se ha encargado de darle una forma puntual a la belleza y a lo que significa ser atractiva. Y a pesar de que para mí es evidente que ser o no atractiva y bella, para una mujer, tiene un peso social y emocional apabullante. Nos han querido vender la idea de que hablar de esto es banal. Es superficial. Poco relevante. Así nos haga daño, así posterguemos la vida entera en la búsqueda de lograr esa meta, así exista discriminación, burla y rechazo. Nos quieren seguir haciendo creer que es un tema menor.
Estoy comenzando a sospechar que tildar de superficial este tema es muy conveniente. Pues en la medida en que no se habla de esto no se mira, si no se mira, no se analiza y si no se analiza, no se evalúa. Al ponerle la etiqueta de no relevante al sentir de las mujeres en términos de belleza, nos hace simplemente aceptar esta estética eurocéntrica, en donde una mujer es hermosa si cumple con ciertas características físicas comúnmente aceptadas como: ser blanca, flaca, joven, de rasgos delicados, colores de ojos y pelo claros. Y como si no fuera suficiente con asignar a la belleza unos límites físicos infranqueables, además esta cultura se ha encargado de darle un valor transaccional muy alto, en las dinámicas sociales. A nivel laboral, por ejemplo, si bien no es la principal característica que se busca en la mayoría de cargos, si es una que acompaña, podría decir que a la totalidad; estar "bien presentado" es una obligatoriedad en el mundo laboral.
El problema es que, esa definición varía de acuerdo con los estándares de cada persona, entonces si para unos estar bien presentado significa, no llegar con el pelo mojado a la oficina, para otros puede ser, no utilizar pantalones rotos. Sin embargo, dentro de esos estándares también están implícitos los rasgos aceptados como norma de belleza, y todo lo que se sale de esa norma es discriminado. Decir que alguien no está bien presentado es la manera políticamente correcta que esconde unos sesgos que pueden ser el racismo, la gordofobia, el clasismo o cualquiera de las formas de discriminación de las que estamos enfermos actualmente. Entonces, si alguien pasa la entrevista cumpliendo esa característica, tiene una presión constante de permanecer así. Quienes cambian su "buena presentación" por el motivo que sea: decidieron dejarse de alisar el pelo, subieron de peso, cambiaron de estilo de vestir o se dejaron de maquillar. Reciben comentarios, miradas, burlas escondidas y críticas entre pasillos.
Entonces, ¿vamos a seguir afirmando que esto es un tema menor? ¿Vamos a seguir siendo obtusos creyendo que, no hablar de las presiones y creencias que existen acerca de la belleza de las mujeres, simplemente logra extinguirlas? ¿Vamos simplemente a ignorar la comodidad, paz mental y amor propio que estas creencias y presiones le han robado a millones de mujeres? Seguiremos tildando de superficial un tema que nos mantiene dormidas. Atontadas. Con hambre y sueño auto impuestos, además, si nos referimos solamente, a lo que tiene que ver con la cultura de las dietas. Yo definitivamente, no. Para mí es importante -¡Importantísimo!- Porque a mí me ha robado mucho. Pocos alcanzan a dimensionar todo lo que me ha quitado la vergüenza de sentirme viviendo en un cuerpo inadecuado desde los doce años. Solo quienes hemos sentido culpa por comer hasta la saciedad y entregarnos los antojos que tenemos, sabemos qué hemos perdido. Sabemos lo que se siente comer con culpa, escondidos, con pena de que nos vean comer. Solo quienes hemos creído que no merecemos amor, consuelo y admiración por habitar un cuerpo que la sociedad dice que no es correcto, sabemos las horas de inquietud y ansiedad que esto nos ha producido. Y pues sí, yo me niego a seguir creyendo que esto es un tema banal, y por lo menos en mi vida lo miraré, lo analizaré, lo evaluaré y lo cuestionaré las veces que sea necesario.
Ahora, regresando a mi historia y ese anhelo de sentirme bella y atractiva. En medio de la gordofobia que asimile como norma. En el colegio me sentía discriminada, merecedora de rechazo por no ser bonita, al estar gorda. Supremamente doloroso, hoy lo reconozco. Pues en el colegio la "bonita" del salón era la que más pretendientes tenía y esto lograba que tuviera acceso a más fiestas, grados, cumpleaños entre muchos eventos escolares que determinan la popularidad de una estudiante. Que puede ser una de las características con mayor valor en el periodo de la escolaridad, si no es el más importante. Yo, por supuesto, quería ser esa niña. La bonita. La que todos admiraban. A la cual se reconocía en voz alta, frente a la pregunta ¿Quién es la más linda del salón?. Mi nombre nunca fue la respuesta, o eso era lo que yo creía.
Y así crecí, asimilando que solo sería considerada bella y atractiva hasta ser flaca. Esa se convirtió en mi meta final de vida. Estaba casada con el dogma que dictaba: Las mujeres bonitas, son flacas. Y por qué no casarme con ello, si todas las mujeres a mi alrededor parecían comulgar con esa afirmación. A todas nos preocupaba subir de peso. Todas estábamos dispuestas a bajar de peso al costo que fuera: Aguantar hambre. Reventarnos en un gimnasio. Tomar pastillas, tes, menjurjes o hasta venenos. Someternos a procedimientos que bien hubieran podido funcionar como método de tortura en la inquisición. Permitir que un bisturí cortara, perforara e hiriera nuestra piel y nuestros órganos poniendo en riesgo nuestra vida. Todo valía la pena. No importaba el cómo, solo el qué. ¿Qué eres? Soy flaca. Eso era lo más importante, más importante que mi salud mental, más importante que mi salud física, más importante aún que la vida; pues muchas preferíamos arriesgarla en el intento de ser flacas que aceptar una vida siendo gordas.
Y es que ser gorda era un pecado. Una mujer gorda no era bella, una mujer gorda no era atractiva. Una mujer gorda era la prueba en vida de la dejadez, falta de voluntad, enfermedad y en muchos producía asco. Eso me decía, y me repetía mi dogma.
Al mirarme en el espejo sentía vergüenza y culpa. Peor aún cuando tomaban una foto y me veía en ella. A pesar de que mi salud estaba perfecta. Mis exámenes de sangre y asuntos médicos nunca fueron una preocupación mientras hacía mi proceso de transición entre ser una niña a una mujer adulta. Pese a mis deseos de enfermarme, de lo que fuera, algo que me hiciera vomitar mucho o dejar de comer, mi cuerpo se mantuvo firme y sano. Siempre fui una gorda sana. Nunca me dolía nada. Jamás tuve una excusa para no asistir a clases. Mi cuerpo en su grandeza y sabiduría siempre me entregó todo lo que yo necesitaba para experimentar y vivir este mundo, que tanto me había enseñado a odiarlo.
Una fuerza mayor seguía empeñada en hacerme ver ese otro camino que me sacara de mi dogma, y me puso en el camino a mi primer novio. Un hombre que me amaba y me deseaba con este cuerpo. A mis quince años, seguía sin entender. Pero esta vez me dí la oportunidad de conocerlo, enamorarme y, por primera vez, creer que sí era atractiva, pues ante los ojos de él lo era. Y si alguien me lo decía y se le notaba tanto, debía ser verdad, por más ilógico que me pareciera. Pasamos años lindos juntos. Yo seguía en mi dogma, no vaya a creer, querido lector, que esta es una historia que termina como muchas otras, con la salvación en el amor romántico. No fue así. Simplemente se le sumó una capa a ese dogma. Esta nueva creencia: soy atractiva y bella en la medida en que mi pareja lo piense. Para todo lo demás, existe "Ser flaca". Mi novio me vio pasar por muchas dietas, varios tratamientos acompañándome sin opinar, sin definir o juzgar. Simplemente estaba ahí. De su mano, me daba cuenta cómo me miraban otros hombres. Hasta ese momento logré sentirme realmente atractiva. Y era evidente, solo cuando estaba con él. Pasaba de sentirme linda un viernes que salíamos a cualquier fiesta, a sentirme fea en un encuentro familiar al que él no podía asistir. Vivía en un ambivalente soy linda, soy fea. Pero por lo menos para este momento ya había instantes en los que experimenté qué se sentía saberse bella y atractiva.
Por otro lado, por fin, había encontrado un método que me hizo adelgazar. Desayunaba, siempre lo mismo. Almorzaba a las once de la mañana. No volvía a comer el resto del día. Eso hizo que para mi excursión estuviera menos gorda, nunca flaca como yo quería. Pero ya no me daba tanta vergüenza mi cuerpo. Sin embargo lo que comencé a experimentar fue aún peor. Un infierno que iniciaba a las once de la mañana, todos los días. Solo podía pensar en comida. Y no en cualquier comida. Todo lo prohibido. No podía concentrarme en las clases. Quería que el resto del día pasara rápido para mi próxima comida, al siguiente día en la mañana. Todavía recuerdo el desespero asfixiante en la ruta del colegio. Una angustia que estaba a punto de llevarme a las lágrimas me pedía a gritos un brownie y una paleta. Las dos. Y lo que seguía después de esa asfixia, era primero, un momento de descontrol y de ingesta insaciable. Después se apoderaba de mí una sensación de enfermedad, de asco. Vergüenza y culpa. Vivía en un vaivén de desespero, hambre y ansiedad, para pasar a momentos de vergüenza y culpa. El peor de los sentimientos: desagrado por mí, por mi cuerpo y por mi falta de control. No entendía mi comportamiento, no sabía por qué mi cuerpo estaba en contra mío. Por qué sentía esa necesidad de devorarme el mundo entero. Sin embargo así seguí en este ciclo de ansiedad y vergüenza, hasta que se presentó la primera oportunidad de vivir fuera del país. Un año de intercambio en un pueblito chiquito de EEUU.
La relación con mi novio sobrevivió a mi año de intercambio que además de mantenernos separados, me devolvió enorme, llegué con kilos y kilos de sobre peso. En Colombia hice cualquiera de las tantas dietas que estaban de moda en ese momento y regresé a mi peso regular, lo extraño es que en ese periodo en el que mi cuerpo cambió tanto, siempre me sentí igual. Raro, según ese dogma no debería sentirme de la misma forma, gordísima o menos gorda, pero así fue. Finalmente el cuento de hadas terminó. Mal, como la mayoría de los primeros noviazgos. Yo estaba destruida. Después de terminar con él, pasaron dos años de oscuridad. Mucho dolor, mucho alcohol y muchas lágrimas. Ese puede ser el resumen de mi periodo de despecho. Ahora entiendo que con él no se había ido solamente el amor de mi vida. Se habían ido corriendo tras él, mi auto estima, y mi única opción de sentirme una mujer bonita.
Pero sabía cómo recuperar, al menos, esas dos cobardes que se habían ido tras él. Ser flaca. La respuesta a todos los males. La solución estaba ahí. Fácil. ¡Me voy a hacer una cirugía! Estaba de moda entre mis amigas del trabajo que como cosa rara, comulgaban con ese dogma del cual yo era una fiel creyente. En este culto no hacía falta persignarse, aquí bastaba con compartir la última dieta o el teléfono de la cirujana que nos arreglaría la vida a todas. Pasó una por el bisturí. Siguió otra. Y la tercera fui yo.
Un tormento que duró tres horas y que casi hace desmayar a mi hermano de la impresión que le produjo verme débil, pálida y rogando con lagrimas en los ojos por un vaso de agua, que no me quisieron dar. Mientras le repetía, una y mil veces a mi mamá, en medio de mi angustia somnolienta despertando de la anestesia, que por favor nunca se sometiera a ese martirio que yo estaba experimentando. Cuando llegamos a casa el suplicio fue para mis padres y hermano, pues subiendo las escaleras de mi casa se me voltearon los ojos y me desmayé. Me contaron después, que había sido uno de los mayores sustos de su vida. Ninguno estaba acostumbrado a verme así, nunca me habían visto perder el conocimiento y mucho menos sin fuerzas suficientes para subir los veintidós escalones que conducen a mi cuarto. En medio de esa tragedia por la que los estaba haciendo pasar, mi hermano sacó fuerza no sé de donde, me alzo en brazos, terminó de subir las escaleras, con mis papás detrás muertos del susto, y me dejó en la cama. Desperté acostada en mi cama con tres pares de ojos encima mío. Turbados. Afligidos. Quería ir al baño. Lo intenté, pero volví a caer. La misma escena de terror se repitió. Desperté inmediatamente. Tomé un caldito de pollo y verduras, que me había preparado una tía, ahí en el piso. Me levanté. Oriné. Dormí.
Al día siguiente me sentía mejor. No me volví a desmayar. Ahora la tarea era aprender la nueva rutina para vestirme. Una tela rodeando mi abdomen para no lastimarme, más, con todo lo que llegaría a aprisionarlo. Una faja, solo para el abdomen, otra faja encima, de cuerpo completo, y en medio de estas dos fajas una tabla abullonada (sí, una tabla) para que el abdomen quedara plano. Después siguieron meses de más suplicios, ahora con los masajes, porque era necesario pegar la piel a los músculos, y otros detalles escatológicos innecesarios para este relato. Normalmente iba sola, pero un día mi mejor amiga me acompañó. Ella también tuvo que tomar asiento, porque según lo que me contó, para ella también fue angustiante verme gritar de tal forma, suplicar que me dieran un tiempo, y por supuesto el efecto físico que esos masajes generaban. Ahí estaba yo, sometiéndome, una vez más, a lo que fuera necesario para ser flaca.
Y lo logré. Era flaca. Ya no dependía de un novio para sentirme atractiva. Ahora sí que lo era. Por fin, a mis veinticinco años, había alcanzado la promesa. Ese cielo añorado tantísimos años. Estaba ya en la cúspide de la escala de ese dogma. Ahora era flaca. Ahora era atractiva. Ahora sí, era guapa. Ya no era la dejadez en pasta. Ya no daba asco. Ya no tendría por qué avergonzarme de mi cuerpo. Estando allí, esas fieles creyentes de este dogma me admiraban. Recibía comentarios constantemente. Andre, estás divina. Te ves súper bien. Este personaje no puede parar de mirarte. Halagos y más halagos. Sí valía la pena entonces, tanto sufrimiento. La tortura por la que había pasado estaba comenzando a mostrar sus frutos. Ahora los otros me afirmaban una mujer bonita. Y yo dentro de mis creencias me veía flaca, entonces, era bonita.
Y esta nueva bonita, ahora sí se sentía segura. Ahora sí podría hacer lo que ella quisiera. La belleza le abriría puertas. Esa belleza de la cual ahora era poseedora le conseguiría al hombre de sus sueños. El check list completo. Carro, casa y beca. Y yo ni corta ni perezosa iba a encontrarlo, gracias a este nuevo cuerpo que ahora tenía. Claro, tomé varias decisiones con respecto a la forma que debía continuar mi vida. Adiós al alcohol. No más carnes rojas y dulces. Ahora la angustia era volver a ese cuerpo gordo, no estaba dispuesta a volver ahí; e iba a hacer absolutamente todo lo necesario para que eso no pasara.
Corrieron los primeros dos o tres meses después de mi cambio de cuerpo. La grasa se comenzó a reacomodar, yo me acostumbre a mi nueva vida, a mi nuevo cuerpo y a ser una mujer bonita. Esas “primeras veces” en que las personas me veían, pasaron. Los comentarios de afirmación cesaron. Ahora, había un comentario que me decían de muchas formas: No te puedes volver a engordar. Y poco a poco fui entendiendo que de este dogma no se sale. No. Si eres una ex gorda, ahora, todas estaban observándote. Las que te quieren, cuidándote, y advirtiéndote todas las razones por la cuales no deberías volver a donde estabas. Muchas otras preguntándote cuál había sido tu secreto ¿Qué habías hecho para adelgazarte? Pero afirmar que había pasado por el quirófano, no se debía decir, pues mermaba mi auto determinación y le quitaba mérito a lo que estaban viviendo en ese momento. Entonces, simplemente respondía lo que muchas otras me habían dicho a mí: Cerrar el pico. Las que no te quieren o te tenían envidia, solo esperaban tu caída. Porque en este dogma, ese miedo, siempre se hace realidad. Unas antes, otras después. Pero una ex gorda, casi siempre vuelve a serlo. Entonces el desasosiego no terminó. Simplemente cambió. Ahora era un miedo constante a no poder permanecer en este nuevo cuerpo. Temía cualquier cambio de vida. Temía un nuevo trabajo. Una oportunidad en el exterior. Irónicamente también temía tener un nuevo novio.
Estaba en la cúspide, y a pesar de que no lo estaba disfrutando, tal como me lo había imaginado, ahí estaba. Y eso era lo más importante. Con este nuevo cuerpo tuve mi primera cita. Sí, a los veinticinco años, después de siete años de relación con mi primer novio, y dos años de tusa, fue la primera vez que me invitaron a una cita romántica. Un tipo que cumplía con el chek list completo. Una lista que yo creía debía buscar en mi pareja. Un tipo ocho años mayor que yo. Abogado, egresado de una de las mejores universidades del país. Con un posgrado en una de las mejores universidades del mundo. Un tipo con clase. Educado. Que recitaba poemas y me recogía en su camioneta.
Salía con él, entonces pensaba que realmente había valido la pena todo ese martirio por el que este dogma me había hecho pasar. Al fin y al cabo este nuevo cuerpo me había conseguido la pareja que todos querían ver a mi lado. Pero las cosas no cerraban. Sí, estábamos saliendo, o eso creía yo. Era claro que yo le gustaba, lo que no era claro era su actitud frente a oficializar lo que teníamos. Y me comencé a hacer preguntas. Claramente ya no era un tema de cuerpo, pues él me veía y se derretía, literalmente. No podía parar de mirarme. Quería tomarme fotos para verme cuando no estuviera con él. Aún así no quería que yo fuera su novia. Pasaban días sin que me llamara o escribiera. Entonces, comencé a cuestionarme. ¿Será que no tengo la suficiente clase?, ¿Será que se lo di muy rápido?, ¡No debí haberme puesto esa pinta ese día, debe creer que soy una loba! Comenzaron a surgir millones de preguntas acerca de si yo era, o no suficiente.
Nuevamente me comenzaba a sentir inadecuada, otra vez insuficiente, ya no por mi cuerpo, ahora por mi ingenuidad, por mi falta de estudios, por la universidad en la que me gradué o nimiedades como los zapatos que elegí una vez que salimos. Estaba en la cúspide de mi dogma, era flaca, entonces era bonita. Y en esa cima que me había costado tanto dolor y lágrimas, me di cuenta que los escalones seguían. Se comenzó a construir una escalera infinita que sentía debía seguir escalando. Esa cúspide, solo dos meses después de alcanzarla, volvía a alejarse de mí. Y allí me di cuenta, que para sentirse suficiente, no basta con ser flaca. Ahora tenía que fijarme en los vacíos de clase, en la forma en la que me expresaba, en el colegio y universidad de los que había salido. Las escaleras iban apareciendo en la medida que iba escalando. La gordofobia me había nublado el resto de escalones, y no me había permitido ver la cantidad de creencias y de dogmas con los que había sido socializada.
Creía en esos dogmas que ahora estaban surgiendo. Y por ende comencé a sentir que merecía la indiferencia de ese personaje con el que estaba. Volvía a mí ese sentimiento de insuficiencia. Vergüenza por las decisiones que había tomado en el pasado y que ya no podía arreglar. Por las decisiones incluso que mis padres habían tomado acerca de mi vida. Y a veces por el simple hecho de existir. Estos dogmas estaban tan naturalizados que los acepté sin atisbo de duda, y era coherente con ellos volviendo a estos sentimientos que ingenuamente creí, iban a desaparecer, con el simple hecho de adelgazar.
Esa relación terminó de tajo. Un día simplemente decidí desaparecer de su mundo. Ya me había hecho suficiente daño. Porque la culpa era de él. Esa manía mía de siempre echarle la culpa a lo que está afuera. Porque yo no soy culpable nunca de nada. La responsabilidad de mi sufrimiento está afuera, no adentro. Entonces la solución era simple, bomba de humo y me le desaparezco. Tán fácil. Tan ingenua. Tanto que escribir esto me da risa. Sin embargo eso era lo que creía, y querido lector -que ha logrado llegar a este punto después de tanta divagación, densa, y que posiblemente solo me interesa mí-, déjeme decirle que sigo creyéndolo en muchas áreas de mi existencia. Solo que es mucho más fácil ver mi ceguera, en retrospectiva.
Y así pasaron años y hombres por mi vida. A excepción de un par de relaciones, cada vez reafirmaba mas, que en este mundo no bastaba solo con ser bonita, para sentirse atractiva. Entendí que más allá, existía el clasismo, la moralización de la sexualidad femenina, que sí que me dió duro y me sigue haciendo daño. Esas falsas disyuntivas que se nos presentan entre elegir entre ser una mujer bonita o una mujer inteligente. Muchos otros dogmas que descubrí, y que jugaban en mi contra. En lo que creo que merezco y, en lo que no. En lo que creo que me hace suficiente y, en lo que no. Seguía en un vaivén de sentimientos entre la ansiedad y la vergüenza. Lo único constante era esa creencia de ser insuficiente. Me sentía culpable de mis decisiones, mi contexto, mis padres, mi universidad, mi mundo. De ser y de existir. Así han pasado varios años. Preguntándome si soy suficiente. Si hubiese hecho esto o aquello, qué hubiera pasado. Planteándome millones de escenarios en los que no tendría que avergonzarme de ser quién soy. Y como si no tuviera suficiente con esto, me llegó la pandemia.
Las circunstancias me obligaron a sentarme a mirarme el ombligo. Además de comer, pensar y escribir. ¡Me obligaron! Sí señores, porque yo no me quería sentar a reflexionar. Para mí era mucho más simple seguir creyendo mis dogmas, echarle la culpa de mis desgracias a las circunstancias y a los cabrones que se me pasaban por la vida. O seguir creyendo que merecía sentir esa vergüenza e insuficiencia con base en lo que me enseñaron.
Pero no. La vida no se rinde conmigo. Y sigue dándome oportunidades para ver y entender. En esta ocasión el totazo, ha sido volver a la vida socialmente normal. Escuchar en una reunión familiar, "Que pesar cómo se dejó engordar Andrea". Volver al médico y ver un número en la báscula con el que entré en una zozobra profunda. Ir a un paseo y observarme en las fotos siendo gorda otra vez. Gorda como hacía años no era. En menos de diez minutos, pase de ser bonita, a ser fea de nuevo. En lo que uno se demora viendo trece fotos, caí dolorosamente a la base de las escaleras. Otra vez me merecía el rechazo, la indiferencia, las miradas de pesar y comentarios hirientes.
Han pasado semanas desde esa caída. Semanas en las que he llorado. Semanas en las que trato de no mirarme al espejo, ¿para qué? ¿Para deprimirme? Semanas en las que no hablo de ese tema, o hablo demasiado. No me arreglo porque ¿para qué? si igual estoy gorda. O me arreglo mucho, porque soy bonita, con o sin esos kilos que subí. Me pongo encima cualquier cosa. O duro horas eligiendo mi pinta. Una ambivalencia en la que se han puesto a prueba todos esos dogmas que estoy tratando de eliminar de mi archivo de creencias, y los atisbos de lucidez que he adquirido durante el año anterior. Es como si literalmente se estuviera librando una pelea, a muerte, entre el diablito en mi hombro derecho y el angelito en mi hombro izquierdo. Soy bonita. Soy fea. Merezco amor y respeto. Nó, no los merezco. Debería ponerme a dieta. No, ¿por qué? Voy y vuelvo. Ahora sí que cambio de parecer cada minuto.
Y en ese vaivén, me voy dando cuenta que quizás, la vida me está dando la oportunidad de comenzar otra vez. Al fin y al cabo, nuevamente estoy en la base de esa pirámide enorme que ya había escalado. Me siento como en mis doce años nuevamente. Y ahora la pregunta es: ¿Quiero comenzar a escalar nuevamente? Ya sé lo que cuesta, ya sé que se siente estar ahí. ¿Realmente me quiero someter a todo eso otra vez? Y comienzo a preguntarme ¿Qué es lo que realmente quiero?¿Por qué tanto afán de subir tanta escalera? ¿Qué pasaría si existieran otras opciones? Otras escaleras. O tal vez la remota y casi que la inexistente posibilidad de no tener que escalar.
Existen otros caminos menos empinados, por supuesto que sí. Hoy en día es sencillo encontrar a mujeres bonitas que no son flacas. Mujeres que decidieron salirse de ese dogma en el que yo crecí, y que tengo tan enquistado, que estoy sufriendo hoy en día esos kilos que subí durante este año pasado. Pero veo mujeres en instagram que por el simple hecho de sentirse cómodas, bonitas y atractivas, con ese cuerpo gordo, hacen una revolución. Y así como dice una de mis maestras, estamos en un mundo tan ridículo, que simplemente existir cómodamente en un cuerpo gordo, es una posición política.
Y entonces ¿ahí yo qué onda? Comienzo a investigar, a entender qué es la belleza, qué significa ser atractiva. Porque siendo muy sincera, ya ni sé. Google me responde lo siguiente: "... en opinión de Aristóteles es bello lo que es valioso por sí mismo y a la vez nos agrada..." Y "... El canon de belleza de la Antigua Grecia se basaba principalmente en la armonía y las matemáticas. De hecho, para los antiguos griegos la simetría era el símbolo de la belleza y la perfección".
Y entonces cuál será la definición verdadera, "ser valioso por sí mismo" o "ser el símbolo de la simetría y perfección". ¿Será que las dos son verdaderas? ¿Qué pasa si yo elijo cuál es la definición que más me funciona a mí? Definitivamente hoy en día creo que, la definición de Aristóteles es por la que prefiero irme. Por lo menos es un camino diferente a la definición de lo griegos, que siento ya recorrí. Ese camino buscando la simetría, la perfección física, un camino muy difícil, con muchos costos emocionales y físicos, y tan frágil que fue capaz de desmoronarse con ver unas cuantas fotos y un número en la báscula.
Pero, ¿Qué me queda? Sentirme valiosa y bella ¿Por qué?,¿Por existir?,¿Por agradarme a mí misma? Es increíble que esta discusión la haya tenido Aristóteles hace tantos años. Seguramente los estudiantes y profesores de filosofía leerán estas palabras y se reirán de mis divagaciones sobre una discusión que seguramente ya está resuelta. Pero increíblemente hasta ahora me lo estoy preguntando. ¿Qué significa la belleza para mi? Y más específicamente ¿Por qué yo debería considerarme bella?
Déjeme decirle, mi querido lector que no sé. Pero estoy llegando a la conclusión de que es tan simple como tomar una decisión. Ahora, en este punto cero, en el que siento que me encuentro, me estoy dando cuenta que puedo tomar la decisión de sentirme cómoda en este cuerpo, con esta forma y este peso. Con este y todos los que vengan, porque si algo doy por hecho, es que el cuerpo cambia. Y que muchas veces yo no intervengo en ese cambio. Entonces, si tengo que responder a ese cuestionamiento que me hicieron acerca de ¿Cómo se vería una resistencia que le diera sentido a la vida? Podría describirla de la siguiente forma.
Volver a mis doce años. Imposible haber tenido la lucidez que tengo hoy en día, pero por lo menos haber tenido a alguien que hubiera podido decirme que eso en lo que yo creía era un dogma, que podría ser cuestionado. Que no era una verdad absoluta. Cualquier adulto que me hubiese permitido entender las señales que la vida me estaba entregando. Sin embargo, tengo que confesar que así hubiese existido esa persona – Mi papá me lo dijo a su manera mil veces– creo que hubiese seguido el dogma, pero tal vez hubiera llegado a este entendimiento antes. Antes de hacerle daño a mi cuerpo, antes de postergar sentirme bien y bonita en este cuerpo, tenga la forma que tenga.
Porque, pensándolo bien, creo que el objetivo final de este dogma, es domesticarnos. En este cuerpo femenino, cada vez se me hace más evidente que mientras más me preocupaba por mi peso, por la nueva dieta, por ser y estar en un cuerpo considerado bello y atractivo; más sedada estaba. Tenía que concentrarme en la dieta, en las porciones y en las calorías. No me atrevía a hablar, no me atrevía a expresarme ¡no tenía derecho! Cómo una mujer gorda va a tener las agallas de reclamar derechos, de escribir, de crear, de enunciar su postura. No. Esa mujer lo que debe hacer es concentrarse en volverse merecedora de ese derecho. ¿Cómo? Adelgazando.
Volviendo a mis doce años, unas palabras tan simples como: Te mereces ser amada por el simple hecho de existir. Quizás hubiesen permitido que experimentara mi primer acercamiento al noviazgo de otra forma. Tal vez el paisita no hubiese tenido que soportar las burlas por el comportamiento que tuve hacia él. Y por mi lado, tal vez hubiese podido recibir todos esos sentimientos lindos que él estaba sintiendo por mí desde el merecimiento. Entendería que no se trata de "ganarse" nada. Tampoco de postergar nada. Simplemente de vivir y recibir el amor. El cariño que lo seres humanos quieren entregar sin condiciones. Que el físico poco o nada tiene que ver con el amor, con sentirme hermosa y atractiva bajo esta piel. Así, este mundo se empeñe en hacernos creer lo contrario.
Una resistencia que le dé sentido a mi vida, también podría ser, cuestionar todos esos dogmas con los que crecí. Si ya tomé la decisión de dejar de creer en que las mujeres bonitas son flacas, por qué no preguntarse acerca de la moralización de la sexualidad femenina, que tantas horas de sueño me ha quitado. O qué tal cuestionar si esa escala social que nos han impuesto realmente le suma o no, a mi vida. También preguntarse si realmente una mujer tiene que elegir entre afirmarse como una mujer bonita ó inteligente, como si no pudiéramos tener los dos adjetivos habitando el mismo cuerpo, sin que uno le reste al otro.
Por fin estoy terminando de desenredar esta madeja de pensamientos que me están llevando a la conclusión de que si bien crecí con ciertas creencias también es una opción cuestionarlas y preguntarme si me sirven o no. Claramente este dogma con el que comulgue tantos años que dictaba que "Las mujeres bonitas, son flacas" no me sirve. Por contextura. Por biología, porque ninguna de las mujeres de mi familia es flaca, y aún así todas son bonitas. Conclusión a la que estoy llegando hasta ahora.
Y entonces en este punto cero, nuevamente en la base de la escalera, decido, simplemente, dar un paso al costado. Decido no seguir luchando. No seguir creyendo que tengo que ganarme el amor y el respeto a punta de aguantar hambre y estar en guerra con mi cuerpo. Tomo la decisión de permitirme recibir lo que el resto de seres humanos me quieren entregar, sin condiciones.
Por fin he entendido el mensaje, que desde mis doce años la vida ha querido enseñarme. Veintiún años después estoy comenzando a dilucidar qué es lo que realmente me hace bella y atractiva. Y con este entendimiento mi resistencia se basaría en salirme de la fila. En no escoger ese escarpado camino que nos dijeron que teníamos que subir. Y tal vez encontrar otros caminos, un poco más remotos, pero que definitivamente serán mucho más ricos de caminar. Esos en los que me sienta cómoda en mi piel, en mi vida, con las decisiones que tomo y con lo que realmente disfruto.
Y este será mi primer paso en ese nuevo camino que ahora, si me fijo bien, comienza
a iluminarse primero un foco de luz cerca, luego otro un poco más lejos y que me van mostrando por dónde es que va ese nuevo recorrido que decido iniciar.








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