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Las ollas de chema


Un alebrije estaba un día jugando con unas hadas en cualquier camino. Sonó la campana de la escuela y todos los niños salieron hacia sus casas. Ya era la hora del almuerzo. Llegó hasta la puerta de la escuela para iniciar su feliz carrera. Vio pasar a dos hermanitos y los eligió. La oleada de un aroma sabroso llamó su atención mientras se acercaban a la casa. Ese olor almidonado y con un toque salado del arroz tenía una particularidad culinaria que él no había olido nunca, además de salado era dulce, olía a leche caliente con azúcar.


Llegaron los tres a la puerta de la casa, Miguel, Camilo y el alebrije. La mamá los recibió, con Juanito en brazos y el almuerzo ya listo. Sopa de arroz con leche, carne asada y papa salada. Por su forma etérea el espíritu no podía probar la comida, pero sí olerla. Ninguno en la mesa podía ver los bailes flotantes que hacía deleitándose entre los olores de este plato. Iba a la cocina, acompañando a servir más sopa a Chema, la mamá, para que los niños repitieran. Olía las ollas mientras veía en la sonrisa de ella el gesto de satisfacción al servir a sus hijos cada cucharada. Volvía a la mesa y detallaba los gestos de los niños. Desplegaba piruetas de alegría por el simple placer de oler y saborear este ensamble culinario que no había visto nunca antes, o, por todo el calor de hogar que se manifestaba entre estos olores.


Después de verlos almorzar, el alebrije acompañó a los dos niños a entregar el almuerzo a su papá. Ralentizó un poco el tren para que pudieran subirse fácilmente mientras pensaba «Arrous coun lenche...mmmmm... cardne...mmmmm...paupaaaaa...ruico ruico»


Al día siguiente en cuanto sonó la campaña el alebrije ya estaba esperando a los niños en la puerta de la escuela, no quería perderse los olores que podía casi que saborear en ese nuevo tesoro de casa que había encontrado. Los acompaño nuevamente. Juanito, el chiquito de la familia, al escuchar el toc tororoctoc toc toc corrió a abrir la puerta y recibir a sus dos hermanos mayores. Chema recibió a sus hijos con una sonrisa, mientras se secaba las manos con el limpión saliendo de la cocina. Se acercó a la puerta para recibir a sus niños. El alebrije le sonrió a ella de vuelta y entró como alebrije por su casa.

—Mami ¿Torta de yuca? —preguntó Miguel, a lo que Chema respondió con la cabeza que sí, mientras le zampaba un pico en el cachete —Ay maaaa —respondío Miguel con algo de fastidio por la melcochería de la mamá.

—Ahhh delicia —dijo Camilo imitando a su mamá. A lo que ella le hizo cara de brava y él en compensación por la burla se entregó a sus brazos y besos sin reticencia.

Miguel estalló en una carcajada y Juanito lo imitó solo porque era el hermano mayor, no porque hubiese entendido el chiste, el alebrije hizo exactamente lo mismo.


Chema también reía para sus adentros mientras iba a la cocina a prender el fogón. El alebrije, el más antojado de todos los alebrijes que existían y que alguna vez existirán, ya comenzaba a dar giros en el aire mientras flotaba para explorar cuál era esa tal torta de yuca. El se imaginaba una torta fibrosa y salada, con mucho almidón y queso, pero, mientras Chema sacaba la torta del horno, se encontró con un molde que contenía una masa homogénea, esponjosa, dulce y arenosa. El se acercó aún más para olerla, estaba casi que encima del hombro de ella. Chema agarró el limpión y lo sacudió en la cara del alebrije diciendo —¡Quite! —con fastidio como cuándo se espanta una mosca. ¿Lo podía ver?¿Sentir? nunca lo sabremos mi curioso lector, pero lo que sí le puedo contar es que algo de maga tenía Chema.


El alebrije se echó para atrás sorprendido «¡Lous houmanous nou me poueden ver!» se afirmaba a sí mismo, tratando de entender qué había sucedido mientras acompañaba desde las alturas, casi pegado al techo, a Chema. La racionalización acerca de si lo veía, sentía o percibía de alguna forma del alebrije fue interrumpida por una bocanada de pura ricura. Alverja, zanahoria y papa cocinadas en un guiso que olía a manjar de los dioses, o, cebolla, ajo y tomate. «mmmm ouwwwww maiii guuudd» se decía a sí mismo sorprendido por eso que estaba oliendo. Tenía que ver qué había ahí dentro. Le dio la vuelta a Chema y se acercó a la olla por el lado del fogón. Era todo lo que había olido más pollo en cubitos.


Con el cucharón de palo sirvió el picadito de pollo en cada uno de los cuatro platos. Luego con el cuchillo que tenía al lado del fogón comenzó a partir la torta que detonó unos aromas que hipnotizaron al alebrije y vio entre su delirio de antojo cómo Chema ponía un pedazo de torta en cada uno de los platos. La acompañó a llevar los primeros dos.


Regresaron juntos a recoger los segundos platos cuando escucharon un grito, que sacó al alebrije del delirio que Chema ya ejercía en él como el flautista de Hamelín. Chema corrió, el alebrije flotó, y se encontraron a Juanito agarrado del brazo de Camilo mientras éste reía. Le había quitado su pedazo de torta de yuca.

—¡Camilo, devuélvale la torta al niño! —ordenó Chema furiosa.

—¡Sí! Devuevemelo —dijo Juanito reafirmando la orden de su mamá.

Camilo entre risas se lo devolvió. Chema se volteó y solo el alebrije vio cómo Juanito le pegaba un mordisco en el brazo a Camilo de la rabia que sentía cada vez que lo molestaba. Camilo gritó —Awwww ¡Chema me mordió! —a lo que Chema no hizo caso, «para qué molestan al niño», pensaba. Volvió a la cocina con su acompañante cuasi invisible, los sirvió y regresó a la mesa con los otros dos platos que hacían falta.


Así pasaron varias semanas. El alebrije acompañaba a Camilo y a Miguel de la escuela a la casa, y de la casa a llevarle al almuerzo al papá, Juan. Hasta que se cansó de disfrutar parcialmente de las delicias de Chema. Quería probarlo todo, la torta de yuca, el picadito de carne, el cuchuco, la papa en chupe, el arroz atollado, todo, todo, no podía soportar más este antojo que ya le estaba sacando la piedra.


Una vez dejó a los niños en la estación de tren, apareció en la oficina del instituto de apoyo espiritual para los humanos. Abandonada. Sin fila. Ya muy pocos espíritus estaban dispuestos a hacer esa travesía de materializarse en la tierra.


—¡Buenos amaneceres alebrije! ¿Decidiste por fin materializarte? —ese día estaba la insoportable, siempre amable, insoportablemente amable, funcionaria de cuerpos de los guardianes espirituales, Pínu. El alebrije esperaba que estuviera Lenú «Aghhhhhh pour queu» gritaba internamente con desprecio interno. Igual ya no estaba dispuesto a esperar más.

—Sui —respondió seco. No quería activarla para que hablara más de la cuenta.

—Me alegra mucho alebrije. Tu sabes que agradecemos mucho tu disposición de soporte espiritual a los humanitos. Tú sabes que ellos necesitan mucho mucho de nuestra ayudita. Tú sabes que los humanitos están bien confundiditos con los temas del espíritu. Y nosotros como instituto de soporte espiritual para los humanos agradecemos mucho mucho a los espíritus caritativos como tú para ayudarnos en esta tareita... —«Yau sue regóu estua vieuja» pensaba el alebrije con el desespero cada vez más alto.


Él no había venido a ningún soporte espiritual de nadie. Él a lo que venía era a que le dieran un cuerpo para probar los platos de Chema. Ser soporte espiritual de los humanos lo tenía sin cuidado, por eso nunca se había acercado al famoso instituto ese «Eus queu claurou queu estauban counfundidos, es queu soun inseunsatos, tountos, incourregibles» pensaba. Recordaba las historias macabras de lo que le habían hecho a esas almas caritativas. Bueno y ni qué decir de lo que se hacían entre ellos mismos o, a lo que les permitía vivir. El suelo que los sostenía lo explotaban. El agua que los mantenía vivos la contaminaban. Los árboles que les daban oxígeno para respirar los cortaban. Y a los pobres espíritus que deciden materializarse en pájaros para repartir sus semillas y darles de comer los matan con resorteras o, más cruel aún, con unos estruendos en el cielo de los que brotan chispas y colores. Daba vueltas mentalmente y se arrepentía de a pocos, mientras oía pero no escuchaba, la letanía con excesos de diminutivos y «Tú sabes» que le estaba dando Pínu.


Regresó a la conversación interrumpiendo a Pinu —Quieuro seur un peurro —sabía que podían estar cerca a los humanos y todo el punto de estar allí era un antojo incontenible por las preparaciones que se estaba encontrando todos los días. Bueno, y tenía que confesar que, ya se estaba encariñando con Miguel, Camilo y Juanito. Había evitado un par de peleas entre ellos y se le había vuelto costumbre ralentizar el tren para que se pudieran subir fácilmente.

—¿Alebrije estás segurito? Tú sabes que para ser un perro es ideal haberse materializado varias veces en este mundo. Un cuerpo de perro es para espíritus experimentados y tú nunca te has materializado.

—Sui, estouy seugurísimo.

Pínu sabía que el alebrije no había escuchado nada de los términos, riesgos y condiciones de materializarse, pero debía respetar su decisión —Ok, la lista de perros es cortita. Pronto te estarás materializando.

Regresó a Miguel y Camilo. Llegó a un mar de sangre. Camilo tenía la cabeza con un hueco más profundo que el cañón del Chicamocha, rellenado poco a poco con una bayetilla sucia que le estaba introduciendo Miguel. Le susurró al oído, —Quítaute eul sacou y amárraselou en la cabezua —Miguel entendió y lo hizo. Corrieron al tren y el alebrije tuvo que hacer un gran esfuerzo para detenerlo porque ya los estaba dejando atrás. Se subieron y los tres suspiraron de alivio al unísono.


Llegó rápidamente su turno para el cuerpo de perro y el alebrije se materializó. Era un perro criollo. Gosquecito, como el papá de la familia, Juan, le dijo en cuanto lo conoció recién nacido, puesto en una caja para regalar con tres cachorritos más y la mamá. El frío de la caja. La desnutrición de la mamá que la obligó a comerse los primeros tres cachorros le dejó claro que efectivamente eso de materializarse en un perro no había sido la mejor de las ideas. En todo caso, como generalmente suelen creer los seres humanos, Juan creyó que él había elegido a este cachorro en esa caja mientras salía de la estación del tren para ir a su casa. Entró a la casa y sus hijos escucharon el "Hmmm Hmmm Hmmm" agudo y que activa la ternura inmediatamente típico de una cachorro. Corrieron a la puerta a recibir el alebrije que se había materializado en perro para acompañarlos. Tras largas discusiones le pusieron a su nueva mascota Tony.


Comenzó a crecer siempre acompañado de Camilo que no podía contener la ternura que le generaba esta criatura que alzaba, besaba, y trataba con el mayor de los cuidados. Eso sí, el objetivo con el que se materializó se cumplió. Desde muy chiquito comenzó a deleitarse en los platos de Chema. Cuando todavía era un bebe ella le servía leche caliente con trocitos de pan. Y ya cuando creció, Camilo no era capaz de comenzar a comer sin antes asegurarse que Tony tuviera su plato servido. Él mismo iba detrás de su mamá con el plato metálico en mano a servirle un plato a su mascota, tal y como Chema se lo servía al resto de la familia. Tony se comía todo. No dejaba un solo grano de arroz en el plato, nunca. Camilo ya notaba qué era lo que más le gustaba a Tony. El picado de pollo, la carne en bistec, el rollo de carne, la torta de yuca y extrañamente el arroz con leche. —Eso es porque le sabe a lo que le dábamos de cachorrito —decía Chema cuando Camilo comentaba los gustos raros de su mascota.


Ya adulto, Tony era un perro grande. Alto. Gris. De hocico enorme, le cabían los dos puños de Camilo uno sobre el otro. Tenía un pelaje largo y tupido que lo protegía de los fríos en las noches boyacenses cuando dormía en el patio y, Camilo no lograba abrirle a escondidas de su papá, para que durmiera en la cocina. El ladrido se escuchaba en todo el barrio, ya lo conocían.


Se convirtió en el guardaespaldas de Juanito que ya comenzaba a salir a jugar con los niños del barrio. Además fue el único capaz de seguirle el paso a esta ráfaga infantil montada en su vehículo veloz. Lo acompañó en toda la pista de esa mítica carrera de triciclos del barrio en la que ganó. Fue quien le ayudó a levantarse después de perder el equilibrio en la chicana y quien le daba pequeños empujones en la subida dura de la carrera quinta.


Tal era su devoción hacia estos tres niños que ya los sabía controlar, Chema había encontrado en Tony el mejor niñero. Jugaba con Juanito mientras ella mágicamente ya tenía un brazo libre y no tenía que andar cargando con el niño en todos los quehaceres del hogar. Recibía a Camilo y a Miguel del colegio y los acompañaba a llevarle el almuerzo a Juan. Cuidaba la casa y los cuidaba a ellos.


En la casa había un galpón. De ahí la familia sacaba los huevos y los vendía como ingreso extra de todos, no solo de Juan. Miguel ya comenzando su adolescencia cogía unos huevos para intercambiarlos por cerveza. Camilo sacaba por él y Juanito para comprar helados. Y Chema además de usarlos en sus preparaciones los usaba también para comprar el mercado del día. Tony siempre tuvo la curiosidad de probar un huevo crudo. Veía cómo Chema usaba estas formas ovaladas para prácticamente todas sus preparaciones. Era el «toque final» de su plato favorito, el arroz con leche. Una vez el arroz estaba listo Chema tomaba un huevo, le separaba la parte clara de la parte amarilla y esta última la echaba en la preparación y mezclaba. Ese día Tony entró al galpón y se comió no uno, uno nadie lo hubiera notado, sino como diez huevos. Hizo un desastre. Claras y yemas regadas por todos lados. Cáscaras en trocitos pegados en el piso de toda la casa y una mezcla de baba, claras y yemas de huevo lo inculparon cuando Juan lo vio.


En un ataque de ira, Juan agarró al perro y lo sacó de la casa. Esa noche Tony durmió en el ante jardín esperando a que alguien le abriera. Juan se aseguró de que nadie lo hiciera. A la mañana siguiente se lo llevó y ninguno de la familia supo que pasó con Tony. Los niños lloraron y lloraron. Las hermanas mayores los consolaban al ver que Tony no regresó el día siguiente y ninguno de los que siguieron. Muchas veces le reprocharon a su papá, arrepentido ya de la decisión que había tomado en medio de su ferocidad, ese día en el que tomó la decisión irracional de regalar a Tony.


—Cómo se me ocurrió regalar a Tony —Juan se daba látigos de culpa en la cama al lado de Chema.

—Él vuelve mijo —ya les había dicho a los lectores de este cuento que Chema era medio bruja ¿verdad?

—Pero cómo mija, si está lejísimos. Está llano adentro como a trescientos kilómetros en la finca de Don Aquiles.

Chema no respondió y se volteó para dormirse.


Pasando la cordillera que separa Boyacá del llano, Tony andaba feliz. Había convivido con otros perros. Se ensuciaba, peleaba, saltaba en los charcos, cazaba palomas y disfrutaba de esta tierra que lo había recibido. Ya no había humanos alrededor. Se había escapado de la finca esa a la que se lo habían llevado. Eso sí, extrañaba a sus niños como un berraco. Le hacía falta volver a jugar con ellos, cuidarlos, seguirlos. Llegó a pensar con nostalgia en ese día que de la desesperación saltó la pared del patio para separar la peleadera de Camilo y Juanito. Él, que decía que “a lo último que había venido era a servir de guía espiritual y, esas pendejadas que se inventan los espíritus caritativos, disque para apoyar a una especie que claramente nunca ha entendido el punto de tener esa capacidad de crear y creer en eso que ellos imaginan”. Estaba extrañando a su familia de humanos insensatos, incorregibles y tontos, como les había dicho.


Una mañana Tony despertó pensando en Camilo y con la convicción de que debía regresar.


Esa mañana, también, Chema se despertó con el antojo de desayunar arroz con leche.


Tony se dio un buen desayuno porque sabía que el camino de regreso era largo y comenzó a caminar.


Chema se levantó. Fue a recoger la botella de leche que le dejaban en la puerta. Sacó la olla del arrocito con leche. Tomó las medidas de cada uno de los ingredientes. Arroz. Leche. Azúcar. Canela. Y un huevo del galpón. Se acordó de Tony. Fue a la cocina y mezcló los ingredientes en la forma que ella sabía. Abrió las ventanas. Y no paraba de rebullir el antojo, siempre en el sentido de las manecillas del reloj.


Tony vio varios amaneceres llaneros. Comía lo que encontraba. Tomaba agua donde podía. Su olfato le indicaba la dirección, y las hadas, el lugar en donde podía descansar y dormir un rato.


Chema encontró en el arroz con leche de las madrugadas un ritual. Se convirtió en el momento para pensar en las ideas para la ropita de los niños. En las nuevas recetas de mamá Vicenta que quería probar. En los patrones de crochet que había visto en la casa de la vecina y que quería probar. Se abstraía del ruido. Conversaba con ella misma y su mano mezclaba la olla en el sentido de las manecillas del reloj mientras ella invertía las horas que pasaban en sí misma.


Llegó Tony a la montaña. Comenzó a subir. Sus patas dolían. Sentía que le faltaba el aliento. Allí no existía agua ni un lugar donde descansar. Al llegar la noche, el frío no lo dejó dormir, por eso decidió seguir caminando para encontrar pronto el descenso de la cordillera. Cuando por fin llegó al filo de la montaña, estaba amaneciendo. Volteó a mirar el llano que había sido su casa en los últimos meses y se despidió. Después de suspirar miró al otro lado, y vio un gran Lago. Tenía la certeza de que estaba cerca. Comenzó a descender la montaña.


Chema ese día decidió pedir tres litros de leche. Los puso a hervir con canela y azúcar. No durmió. Una vigilia de noche y madrugada. Mirando por fuera de la ventana abierta. Pensando. Reflexionando. Esperando no sabía exactamente qué.

—Mija qué hace, vamos pa' la cama— dijo por fin Juan extrañado con la nueva obsesión de Chema con el arroz con leche, las madrugadas y las ventanas abiertas y ese Sogamoso frío.

—Jmmmm quién sabe —respondió mirándolo con una sonrisa cálida como quien tiene certeza absoluta de lo que está haciendo.


Juan, en sus diecisiete años de matrimonio sabía que cuando Chema se ponía en esa actitud no había forma de sacarle una explicación. Así que decidió no discutir al respecto y se acostó nuevamente.


Llegó a la carretera. El sol hacía hervir el asfalto. Las almohadillas de sus patas comenzaban a sangrar. Ya lograba identificar el olor de la brújula que lo había dirigido desde que arrancó su viaje. Comenzó a correr. El dolor de sus patas ya no importaba.


Ella apagó el fogón. No volvió a sentir antojo de arroz con leche. Se fue a acostar a la cama. Tranquila. En paz por la labor cumplida.


Al ver por fin la puerta de su casa descansó. Ya era de noche. No tenía fuerzas para ladrar o avisarle a su familia que había regresado. Le bastó con dormir frente al portón y descansar.


En la madrugada de ese día Chema no se levantó. Juan en cambio abrió sus ojos de noche aún. Miró el reloj. Cuatro y media de la madrugada. Dio vueltas. No podía dormir. Se levantó, caminó por el pasillo y vió una sombra en el hueco que hay entre el marco y la puerta de la entrada de su casa. Fue a la cocina y tomó un cuchillo. Y sigilosamente abrió la puerta de su casa.


Allí estaba ese perrito por el que había derramado lágrimas en silencio cuando ya todos estaban dormidos. Tony tiritaba. Trataba de recuperarse con la tranquilidad de ya estar en casa. Juan se tiró sobre el saco de huesos —Perdoname —susurraba al único que tuteaba de toda la familia. Tony despertó de un brinco, asustado por el repentino peso que se le vino encima. Comenzó a batir la cola al sentir los brazos de ese que lo había echado de su hogar, calentándolo, sus lágrimas en su pelaje y su aroma que lo contenía y recibía con amor.


Juan tomaba incrédulo las patas de Tony. Ensangrentadas. Estaba flaco el pobre perrito. No se explicaba cómo había logrado cruzar el llano y la cordillera. Se preguntaba cómo no se había perdido. Qué lo había guiado. Entró a la casa con Tony en brazos. Chema salió y entendió todo. Juanito se levantó por el frío de los dos cuerpos ausentes que ya no estaban en la cama. Los busco. Gritó de la emoción y despertó a toda la casa. Camilo y Miguel corrieron. Myriam y Nubia se quedaron tiesas en la puerta de su cuarto.


Tony sintió el rose de miles de manos en su lomo. Lágrimas, besos, incredulidad y desasosiego. Un revoltijo de sentimientos y fluidos gracias a una situación que sólo Chema y Tony podían entender.



 
 
 

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