No es sano estar con alguien así de subversivo
- Andrea Sarmiento

- 23 abr 2022
- 6 Min. de lectura
—¿Te adelgazaste?
—Jajaja. No. Creo que más bien engorde durante la pandemia. ¿Por qué?.
—No sé, te veo diferente. —Pablo se reprochaba internamente la cobardía de no ser capaz de decirle que la veía más linda.
Odiaba y, amaba a la vez, eso que ella generaba en él. Emilia era una contradicción andante. Era bella, con clase, educada. Venía de una de las mejores familias de la ciudad, o eso decía su amigo Paco. Ella era la representación de esas niñas que siempre le hicieron el feo en el colegio. Esas, que él tanto deseo cuando era un adolescente raro, ñoño y solitario.
Ese ñoño a quien los niños populares del colegio, sólo le hablaban porque él era el único capaz de descargar porno de esa cosa que se llamaba Internet y que en esa época pocos entendían.
Si Emilia hubiese sido solo una más de esas niñas, no habría contradicción en ella, pensó.
Con los años, Pablo tenía experiencia suficiente y bastante confianza adquirida para conquistar a esas «niñas bien/populares». Les había perdido el miedo. Ellas ya no eran una novedad para él. El tema con Emilia, en realidad, era algo en su forma de hablar y expresarse que no lograba leer o entender. Una libertad absoluta y gozo infinito de habitar su cuerpo de mujer, caso que nunca notó en otras mujeres.
Ya estaba acostumbrado a esa insuficiencia soterrada en todas las mujeres que se le cruzaban por el camino. La cual, muchas veces usó a su favor como un síntoma de inmadurez, al entenderlo y usarlo como arma para lograr lo que quería en sus relaciones.
Ahora, maduro y mucho más consciente, entendiendo que ese sentimiento de insuficiencia existía, trataba de hacérselo saber y ojalá corregir a quienes quería. Era imposible. Ni siquiera él, de lejos la persona más inteligente en su familia y entre su grupo de amigos, era capaz de convencerlas de que ese sentimiento de insuficiencia era injustificado. Siempre había una excusa. Siempre un argumento diferente para sostenerlo. Era como si todas las mujeres hubiesen sido hechizadas. Condenadas a vivir en medio de una bruma malévola que solo les permitiese encontrar errores en ellas mismas. Justificar el maltrato, el desdén hacia y entre ellas. Juzgar. Criticar. Omitir lo bueno y magnificar lo malo.
Es «hechizo» era algo que había analizado mil veces, ya como uno de sus tantísimos proyectos libres del análisis del comportamiento humano, que aún no lograba entender. Sin embargo, Emilia parecía como si hubiese encontrado la poción mágica para salir del hechizo y ahí no le gustaba solo como mujer sino como objeto de estudio.
Inicialmente, porque reconocía ese sentimiento entre el género al que pertenecía. Ella hablaba de él con rabia y frustración algunas veces, otras, simplemente con aceptación. Todavía había algunos temas que «Me activan mis inseguridades» decía ella. Pero había otros que los explicaba como un tema de estudio, con la asepsia emocional de quien ya sabe qué prácticas, razonamientos y herramientas debía usar para no dejarse contaminar.
Emilia le explicaba a Pablo que ella experimentó ese sentimiento, es más, afirmaba estar aún hechizada. Nunca supo explicarlo muy bien, sin embargo para él, ella ya había salido del embrujo, al menos parcialmente. Según Pablo, ella ya no pertenecía al grupo de mujeres que navegaba en medio de esa bruma consensuadamente femenina.
No había conocido una mujer que hablara en voz alta de las inseguridades con su cuerpo y que además, lo amara con tanto ahínco, amaba su pelo, amaba sus curvas, sus ojos, labios, piernas. Todo.
Este hecho a veces lo atraía y otras lo alejaba de ella. Era una personalidad rebelde, incómoda y contestataria, la de Emilia. Era ágil de mente. Podían durar horas hablando acerca de los detonantes del renacimiento florentino o partirse de risa juntos, también horas, mientras ella trataba de entender cómo una ilustración que ella había dibujado en su techo, de una mujer meditando, él la interpretaba como un cohete interespacial.
Tampoco se había cruzado con una mujer tan brutalmente honesta en lo que tenía que ver con su vida erótica. Ninguna había sido capaz de revelarle sus deseos sexuales y su fogosidad sin atisbo de pudor o arrepentimiento. Y quienes hicieron en el pasado con él, parecía intenciones fingidas, como queriendo despertar deseos en él a través de una arrechera falsa, llevándolo muchas veces al punto de resignación pensando que nunca encontraría una voluptuosidad real. Pues, sobre todo ahí, era donde más se exacerba ese miedo a ser inadecuadas, a hacer lo incorrecto, perdiéndose en el hechizo.
Emilia no. —Es que no sé ni por donde agarrarte de lo rara que eres —pensaba Pablo mientras la miraba. —A veces no es sano estar con alguien así de subversivo como Emilia.
Y aquí debo meter la cucharada nuevamente, señor lector, porque puede que Pablo se le haya comido el cuento a Emilia de «la mujer super segura que ha superado todas sus inseguridades» pero yo, que todo lo sé por ser la narradora de esta historia, y que además me ha tocado bancarme a estas dos personalidades de Emilia toda la vida, le cuento cuál es la realidad.
Emilia, tanto la sensata como la quinceñera, se han encargado toda la vida de señalar, según ellas (y su mamá, y sus tías, y las amigas y todo el puto mundo), qué no esta bien en mí.
Que qué lindo ojos, pero que ojalá fueran más grandes.
Que esa nariz tan ancha hay que adelgazarla. Han comprado palitos que se meten en los orificios de mi nariz. Que duelen. Hacen daño pero la respingan mi nariz. Supuestamente así se ve más bonita.
Que listo, aceptamos el pelo crespo pero que tiene mucho frizz.
Que mi sonrisa es muy fea que porque muestro mucha encía. Me quitaron parte de ella, pero que no, que no es suficiente, y que entonces hay que limar el hueso que sostiene mis dientes debajo de la encía. ¡Hágame el hijueputa favor!
Que mi piel es muy grasosa y salen muchos granos.
Que además de eso me salen muchos pelos en la barbilla y en la papada (que esta gorda, de paso) entonces que nos vamos a hacer laser. Recibir cimbronazos ejecutados con una espada de luz que no corta, pero quema horriblemente, pa´ver si se quitan los pelos. Hemos pasado por ese procedimiento ya varias veces y nada que se van.
Eso solo mencionando la cara. De ahí para abajo ya es un cuento de proporciones mayores.
Pese o lo pese y tenga las medidas que tenga, siempre voy a estar muy gorda. Y para solucionar ese problema de enormes proporciones me han sometido aguantar hambre injustificadamente. Me han chuzado. Apretado. Amasado. Hasta llegar al extremos de mutilarme ¿Por qué? «Ay es que sería tan feliz flaca» ¡Flaca el culo! (como bien diría un sabio muy cercano a nosotras). He estado flaca y a ninguna de estas dos locas que viven adentro mío, (sí la tres somos la misma Emilia) les sirve nada.
Y los cimbronazos. Ese supuesto haz de luz que elimina el bello de mi piel, solo sirve para generarme dolor. En la cara, las piernas, vulva, axilas y donde ellas deciden que no quieren tener pelos.
¿Qué si estoy emocional? ¡Claro que sí! Es que explíqueme usted: ¿En qué cabeza cabe generarse tanto dolor y tanto daño? Porque «Ñay Ñe Ser Ñobita». ¡Semejante guevonada!
Y déjeme hacer la aclaración que Emilia no es la única que me ha sometido a esto. Hay muchas. Muchas mujeres han sometido a sus cuerpos a semejantes tormentos.
Tratando de domesticar lo indomable.
Controlar eso que no se debe controlar.
Pues yo soy más pila que la Emilia sensata, y que la Emilia quinceñera juntas.
Contengo más conocimiento que toda esa mano de libros que usted y todas las personas se enorgullecen en mostrar a sus amigos en la biblioteca.
En mí confluyen las enseñanzas de todos los sabios que han pisado esta tierra.
La sabiduría de todas las páginas dichas y las que vendrán, hasta que nos matemos todos, por acabar nuestra casa o por bombardearnos estúpidamente.
Aquí dentro de mí esta el sosiego.
La inspiración.
Pero los imbéciles que creen poder controlarme siguen inventando métodos, dietas, cirugías y cuanta pendejada se les ocurre para evitarme ser lo que debo ser.
Siempre pierden.
Por cansancio o porque me acaban.
No me vaya a decir que usted también hace parte de esa manada pendejos.
Ahora, volviendo a Pablo, Emilia y el carro. Este tonto finalmente sí se le creyó el cuento a Emilia. Que era Rara. Segura. Subversiva. Al menos frente a él.








Comentarios