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El murmullo de Bogotá

Actualizado: 12 may 2024

Llego a Londres. Salgo de Heathrow. Atravieso la ciudad. Un par de ojos turcos se derriten por mí. Camino a Blackhorse Road y llego a White City. Trabajo. Voy pa' allá y pa' acá, pa acá y pa allá. Camino rápido, muy rápido. Me duele la cabeza. Estoy aturdida. Se me olvida el inglés. Se me olvida el español. Me encuentro con la Diosa Támesis. Respiro y le doy gracias. Cada vez que subo y bajo las escaleras del Tube, me digo "Jueputa estoy en Londres". Me derrito con ese par de ojos turcos. Camino. Trabajo. Me felicitan. Confían. Ya no me aturdo tanto. Le caigo de sorpresa a mis papás y mis sobrinos en Bogotá. A brinca y me abraza. L grita de la emoción. Mi papá llora. No me doy ni cuenta cuando regreso a Londres. Trabajo. Ahora voy de Imperial Wharf a Sheperds Bush. Voy, vengo, vengo, voy. Trabajo. Me vuelven a felicitar. Me gano un premio global. Me ascienden. Regreso a Bogotá.

Te escucho a ti mi Bogotá.

Tu murmullo me alcanza contundente, no por lo fuerte, más bien por lo profundo que llega en mi cuerpo. Es aquí en donde me refugio, es el sonido en donde encuentro contención. En ti y en tu murmullo es donde veo a mi sobrina bailar en escenarios, a mi sobrino cruzar la meta y a mi prima cantar mantras que me hacen llorar. Donde tengo los cafecitos con mi papá y los abrazos de mi mamá. El “¡Mi Niña!”, de voz quebradiza de mi abuela, el "Quiubo" con cabezazo y consejos con el “hágame caso” de mi hermano.

Por fin vuelvo a Bogotá, no de cuerpo, sino de alma y presencia absoluta.

Un año y medio después de habernos despedido.

Vuelvo a llorar inconsolablemente al encontrarme aquí nuevamente.

Estoy sentada en una cafetería de Unilago esperando a que me reparen la pantalla del Iphone. Como cosa rara le doy totazos al celular como si tuviera la plata para cambiarlo cada año. Escucho la música de la cafetería. Ricardo Arjona. Hace año y medio me fastidiaba, esta vez me suena a casa.

—¿Esos son tus ojos? Qué ojos tan lindos —me dice la señora de la caja.

Me río. Me siento incómoda. Me intimida ese piropo de una completa extraña, mirándome directo a los ojos, sin pena, porque así somos aquí. No nos da pena decirle, en la cara, a las personas lo bonito que tienen. Yo hace un año no experimentaba esto: que un completo extraño me mirara a los ojos y, sin reserva, me piropeara. Sin miedo a invadir mi espacio personal o, a que me sienta incómoda. Aquí en Colombia nos pasa, es normal, nuestro espacio personal, tanto físico como mental, tiene un radio de aproximadamente tres milímetros. Los extraños nos miran intensamente y no tienen miedo de piropear. Uno está acostumbrado a recibirlos con una sonrisa; siempre y cuando sea respetuoso, si no uno se hace el que no lo escucho o lo devuelve un hijueputazo.

—Y tú cantas muy lindo —respondo al darme cuenta que, además de cajera, es la DJ del lugar.

Me sonríe.

Le sonrío.

Le pregunto cuanto le debo.

Intimidad.

Contacto humano casual, con el primer extraño que te encuentras en la calle.

Algo que no pasa en mi nuevo hogar.

En Londres es difícil que te miren a los ojos en el transporte público. Si compras algo en una cafetería, no te sostienen la mirada por más tiempo de lo estrictamente necesario. Ellos lo interpretan como respeto, como no invadir el espacio personal del otro. Yo lo interpreto como indiferencia, como falta de reconocimiento del ser humano que tienen al frente.

Mis saludos y mis sonrisas, muchas, muchas veces, han sido ignoradas o simplemente han pasado desapercibidas.

Un año completo, saliendo de mi casa todos los días, viendo seres humanos en el metro, en las tiendas, en la oficina, y, a menos que me encuentre con alguien que conozco, las probabilidades de tener contacto humano e intimidad son nulas. Si, intimidad, intimidad con un extraño, sé que a muchos nos raya en Colombia el exceso de intimidad y falta de espacio personal, muchas veces nos satura, los piropos en las calles nos saben a mierda, especialmente a las mujeres, estamos acostumbradas a que todo el mundo nos invada nuestro espacio personal o se nos meta al rancho, como decimos aquí. Pero, experimentar la indiferencia absoluta. Sentir que estás absolutamente solo rodeado de gente que solo mira pantallas y que, se siente invadida con una mirada y una sonrisa, es duro, durísimo. Nunca lo había vivido, o por lo menos tan intensamente. Y me duele. El cuerpo lo resiente, me duele el pecho, la garganta se seca y, exhalo un vaho de decepción. Sentirme ignorada. Sentirme imperceptible en una ciudad que está llena de personas que se ignoran mutuamente no es una sensación neutral para mí ni para la forma en la que me crie. Yo que era la reina de las conversaciones casuales con extraños o conocidos que uno se encuentra en la calle, habilidad, orgullosamente heredada de mi padre, la estoy perdiendo. Ahora no se me ocurre qué preguntar. He perdido la práctica, claro, porque en Londres los silencios entre extraños, no son incómodos, no hay necesidad de llenar el espacio vacío con palabras, cosa que yo antes, en Bogotá, me sentía en la obligación de hacer, más por mi supervivencia que por cortesía. Como que sentía que en Bogotá el silencio me iba a ahogar, en Londres el silencio no me ahoga, ahora el silencio me inunda. Bueno. Malo. No sé.

Han pasado ya casi dos meses desde que regresé a Bogotá.

Llegué en diciembre 2023, ya estamos en enero 2024, pasé aquí las tres fechas más importantes para mí: Navidad. Año nuevo. Mi cumpleaños.

Ha sido una temporada convulsa. Retomando conversaciones pendientes. Dejando resentimientos atrás. Apreciando el privilegio de poder estar con los que quiero en las circunstancias que sean. Entrando y saliendo primero del country y después de la santa fe, mientras mi abuelita se recupera de una gripa que la mantuvo en UCI durante casi un mes. Viendo a mis amigos y acompañándolos presencialmente en los procesos que están viviendo. Pues es algo que siento, solo puedo hacer, en plenitud, estando aquí. Aceptando con dolor que la vida de los que más quiero siguió sin mí, por lo menos de forma constante y con el contacto físico e inversión de tiempo que, es precisamente, con lo que demuestro mi amor. Entrando al cuarto de mis papás a gritar "Feliz Navidad" y metiéndome entre los dos como cuando tenía nueve años, porque ahora sí que la siento feliz, porque estoy aquí entre ellos dos nuevamente. En esa misma posición agarrarlos de la mano y escucharlos cantándome el Japi berdei a las doce de la noche después de una noche de mierda. Susto tras susto. Primero con mi abuelita y después con Balu, nuestra mascota, y aun así a pesar de todos los sustos, dar gracias por estar ahí entre ellos dos. Porque a pesar de estar con L en un hospital la puedo tocar, consentirla, cantar boleros con ella y a ayudarla a voltearse las veces que quiera y que me pida, porque si, no importa bajo qué circunstancias, ni en donde, estar con quienes uno quiere es un privilegio que hasta ahora estoy comenzando a entender y añorar.


En este momento me quedan menos de diez días aquí en mi Bogotá. Ya comienza a llenarse otra vez la ciudad, el tráfico cada vez se pone más pesado. Mis sobrinos vuelven al colegio. Todos los que quiero retoman sus rutinas y yo comienzo a empacar maleta otra vez para regresar a Londres, mi nuevo hogar. Yo pensé que, de Bogotá, solo me iba a despedir una vez, y por eso esta serie se llamó despedida a Bogotá, pero me estoy dando cuenta que estas despedidas serán múltiples. También que añorar y extrañar serán sentimientos cada vez más recurrentes.

Extrañar a las personas, las mascotas, los lugares. Añorar el murmullo de ti mi Bogotá querida. Para que me ayudes a reencontrarme con ellos y darme cuenta de que ni ellos ni yo somos los mismos, que con cada despedida y reencuentro, son nuevas las personas, las mascotas, los lugares y el murmullo. Y que yo también en cada reencuentro soy una nueva Andrea.



 
 
 
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