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Una mujer rara y la ciudad de Bogotá

Isaac y yo estamos tomando un café en el Mercari de la 90 con 13. Pedimos dos americanos. Yo quiero además, uno de esos brownies de milo, que no me puedo perder, cuando estoy allá.

– Bueno –empiezo– Cuéntame qué ha pasado.

– Me caso con Sebastián– Me bota la noticia, así, como si fuera cualquier cosa.

Isaac es un amigo de hace, ya casi, una década. Nos conocimos y crecimos juntos en el proyecto de crear y sostener una empresa, en Bogotá.

No se me olvida la primera vez que hablamos. Fue en Casa Ensamble. Llegó con una gabardina negra gruesa. Una bufanda azul oscura, al estilo nudo entrelazado. Jeans, camisa negra y tenis urbanos blancos, con rayas verdes. Grande. Fuerte. Peludo. Olía delicioso. Su forma de hablar: cordial, serena, gruesa y, sobre todo, seductora. Habían pasado diez minutos, y yo ya quería que fuera el papá de mis hijos.

A los quince minutos me enteré de que era gay. Él me lo dijo mientras conversábamos y esperábamos a nuestros socios en el proyecto que queríamos emprender. Después de pasar una micro tuza de un par de minutos, decidí que quería tenerlo en mi vida, siempre, así me tocara resignarme solo con su amistad.

El "efecto Isaac" que yo tuve en esa ocasión, es algo que a lo largo de mis caminatas con él, por el asfalto de esta ciudad, notaré en mujeres y amigas que lo conocen. "Dame su teléfono", "¿Usted está saliendo con ese man? Si no, preséntelo", "Uy ¿quién es él?" entre muchos otros comentarios de amigas y conocidas que sucumben ante esta guapura de hombre. Yo le cuento de todos los corazones rotos de deja por ahí. Y nos reímos. Alguna vez me dijo:

–Dile que, si quiere, la puedo peinar.

Después de una pausa que nos tomamos para procesar el comentario, sarcástico, crudo y ejemplificando perfectamente los estereotipos que existen en esta ciudad, acerca del mundo gay, los dos estallamos en una carcajada. Amo su sarcasmo. El humor negro, negrísimo, con el que se burla de sí mismo y del mundo. Sus reflexiones serias y densas con las que me quita la respiración pero arregla una grieta en mi alma. Logra tocar fibras en mí que ni siquiera sabía que existían.

Un tipo que ha tenido el putrefacto olor de la discriminación en su cara, y que asqueado ha aprendido a navegarlo. Quien se acostumbró a ser "muy masculino" debido a las presiones sociales y familiares a las que se tuvo que enfrentar, él, presiones que en realidad siente cualquier persona diferente o rara, en Bogotá. Nuestra rareza nos une.

– Es que tú eres muy rara. Eres como un hombre homosexual atrapado en el cuerpo de una niña, divinamente– Me dijo alguna vez.

Y sí, soy rara. Como que esa imagen mental de “Andrea” que todo el mundo crea en su mente cuando me ven o interactúan poco conmigo, se va deformando en la medida que me escuchan hablar o realmente me conocen. Me encanta la recocha. La rumba. El trago. La gente. Los hombres. El sexo. Eso es evidente después de pasar un par de horas conmigo. Pero después, cuando a punta de repetición logran conocerme de verdad, no pueden creer que no tengo un televisor en mi apartamento. Que mi pasatiempo favorito es leer. Que me acuesto con las gallinas. Que me considero feminista, así sea una mala feminista, como bien dice Roxane Gay. Que tal es mi fascinación por lo femenino y las mujeres, que a veces sospecho ser Bi. Que mi canción favorita de todos los tiempos es un bolero. O que prefiero de lejos una rumba llanera que una reguetonera. Entre muchas otras cosas que cuando las comento la gente se sorprende.

–Nunca hubiera imaginado que tú me contarías eso– me han dicho.

Como si no pudiese existir en una misma experiencia corporal un alma fiestera y a la vez solitaria. Ligera y a la vez densa. Compleja. Como somos todos los seres humanos a los que nos incomodan las etiquetas. Gente rara. Sí, soy una mujer rara.

Salimos de Mercari y ahora caminamos por la calle 90 buscando la 15. Hablamos del rito por el que se va a casar. Claramente, católico, no será. Sin embargo quieren hacer una ceremonia espiritual con sus personas más cercanas. Y eso nos abre la puerta a hablar de nuestros sincretismos.

Le describo mi altar: tiene a la virgen de Guadalupe y una estampita del Sagrado Corazón de Jesús, indispensables en cualquier altar de una nieta de mi abuela. También cuarzos de diferentes colores y velas, indispensables en el altar de la hija de mi mamá. Le cuento que cuando me siento a orar invoco a los espíritus de la naturaleza y, en compañía de la virgen y el Sagrado Corazón, todos me escuchan. Que a veces, en vez de orar, medito con una técnica de respiración que aprendí en un curso de tantra u otra técnica de un cuerpo energético que se activa con la respiración de la meditación Mer-ka-ba.

Él me cuenta de uno de sus proyectos. Está filmando y produciendo una serie en donde uno de los capítulos trata de una comunidad trans que encontró en la religión Yoruba una forma de conectarse con la espiritualidad. En este culto, según me cuenta, existe una deidad que se transforma, a veces es hombre a veces mujer.

–Cómo es de rico hablar con una persona informada– Me dijo en otra de nuestras conversaciones.

Y a nadie le aplica mejor que a él. Una persona tolerante. Que no juzga. Que ama y que se divierte sin moralismos pendejos con los que aún yo me estrello constantemente. Estar con él, muchas veces, es un bálsamo para este enredo de ciudad ruda, sucia, fría e insegura que tanto quiero.



– Es que tú puedes darte el lujo de irte caminando borracho hasta tu casa, desde la zona T a las 3:00 am, solo porque eres hombre. A mí, eso, ni en las peores borracheras, se me pasa por la cabeza. Y puedo asegurarte que la mayoría de mujeres en esta ciudad, si tienen la opción de elegir, no caminan solas de noche en Bogotá.– Le respondo a un amigo mientras vamos a una reunión.

Recuerdo un día en el que me pasé de tragos. No sabía de quién era vecina. Me percaté de mi estado y, mi instinto de supervivencia, solo me decía –No salgas de este lugar hasta que tu papá o tu hermano lleguen por ti.– Los llamaba cada dos minutos. Primero el uno, después el otro. Y no salí del sitio en el que estaba hasta que recibí la llamada de mi hermano, confirmando que estaba en la puerta del sitio con mi papá. Y así hubiese estado completamente sobria, tampoco salgo de noche, sola, a tomar un taxi en las calles para llegar a mi casa. Muchísimo menos arriesgarme a caminar hasta mi casa después de una rumba.

Eso de caminar sola de noche sí lo hice, muchas veces, en otras ciudades, aquí en Bogotá nunca. Porque si bien entiendo que la experiencia de inseguridad en esta ciudad nos atraviesa a mujeres y hombres por igual, el acoso y las violaciones en el espacio público es algo que nos lacera principalmente a las mujeres.

Yo amo caminar, lo disfruto mucho. Claro, siempre, escogiendo una hora y lugar lo-suficientemente-seguros. Generalmente es, entre siete y ocho de la mañana, por el barrio en el que vivo. Ese momento, en el que las personas sacan a sus perros al parque.

Esta vez hay un gran danés jugando con un criollito de tamaño mediano. Los dos están felices y me pegan su felicidad solo con verlos. Correr, juegan, patanean. La dueña del gran danés grita –¡Salo pasito!– Y a Salo, no le puede importar menos, la orden que está recibiendo. Los miro un rato más. Los hocicos con babas, las patas saltando y corriendo. Esos seres tupidos de amor incondicional y lealtad eterna, son en realidad lo único que me distrae, felizmente, de mis momentos solemnes conmigo misma al caminar por Bogotá.

El caminar es un lugar y tiempo en el que me retiro de mis obligaciones en el trabajo, y presiones personales y familiares. No respondo ninguna llamada. Solo me enfoco en mí. Pienso. Escucho. Entiendo. Caminando es de dónde salen las ideas que posteriormente quedan grabadas en el word del computador.

Sigo caminando. Nuevamente algo me trae a este plano.

– Uyyyy mi amor ¡Que ojos tan bonitos! ¡¿Me los regala?!–.

Hasta ahí me llegó el día.

Me saca de mis pensamientos un completo desconocido que me cruzo en un andén. Él va en el sentido contrario al mío. Lo miro a los ojos con rabia mientras lo sobrepaso. Él me mira con descarado deseo. Comienzo a caminar más rápido. Él se detiene. Sé que se detuvo y me sigue mirando. Sigo caminando, aún más rápido, y me uno a un grupo de gente que está caminando en el sentido que yo voy. Volteo a mirar y el hombre ya no está. Respiro, y sigo caminando.

No logro volver a mis ideas.

También he vivido situaciones en las que me han tocado palabras que me dan asco y que la persona que las escupe de su boca cree que son "un piropo". Estas palabras, de este episodio puntual que acabo de narrar, no son asquerosas. Aún así me siento acosada y nerviosa en ese momento.

¿Por qué? Se preguntarán quienes nunca han vivido una experiencia por el estilo. Muchos me han dicho: "Pero es que no le dijeron nada feo", "Si ustedes se visten así de lindas, es para que la admiren, ¿No?", "¿Quién la manda a tener esos ojos tan lindos?" entre muchas otras razones que siguen sin encajar o que simplemente entiendo como excusas baratas y torpes para justificar el acoso normalizado en los andenes grises y agitados que recorren como venas mi ciudad.

Y claro que tengo personas que me dicen mi amor. Me gusta que esa sea la forma en la que se refieran a mí. Mi papá y mi mamá, por ejemplo, que me sostuvieron en sus brazos cuando nací, que me cambiaron los pañales, me vieron llorar y reír. El "Mi amor" en ellos lo siento cercano, amoroso, reconfortante. Claramente no siento lo mismo cuando ese "Mi amor" viene de un peatón del cual no me interesa en lo más mínimo una palabra.

Sí, mis ojos son bonitos, lo sé y cuando me lo dice alguien a quien conozco lo agradezco. Pero esto de andar caminando y que lo miren a uno con caras de asquerosas intenciones disfrazadas de palabras "bonitas" me saca de quicio.

Y el "¿me los regala?" Esto ya es un chiste. ¿Es en serio? Cree esta persona, realmente que yo me voy a voltear con cara sonriente a decirle:

–¡Claro mi amor! Son suyos y también todo este cuerpecito que viene con ellos.

O será que, esta clase de persona, que va gritando "piropos" a mujeres que se encuentra por las calles, lo que realmente disfruta es ¿esa incomodidad que genera? ¿Disfrutará esas miradas de rabia o nerviosismo que se activa en nuestro caminar al sabernos observadas intensamente por un desconocido?

Unas, más osadas que yo, responden furiosas. Agotadas de no poder caminar tranquilas por las calles de Bogotá. Yo lo hice alguna vez, pero el susto fue aún mayor. Pues esa vez, la persona que dijo el "piropo", tenía un tubo largo en sus manos, y al ver que yo respondía ofendida, lo levantó en señal de amenaza.

Esto pasó un día entre semana, a eso de las 4:00 pm en plena Av 9na con calle 100. Como la mayoría de caminatas que hago en esta ciudad, en horas lo-suficientemente-seguras para caminar. Entonces, si estas personas se sienten con la tranquilidad de gritar "piropos" de día y con una masa de gente a su alrededor, y, como me sucedio aquella vez, responder con una amenaza de agresión física a quien responde negativamente al piropo, no me quiero imaginar lo que son capaces de hacer en una calle solitaria, de noche o en la madrugada. Y realmente, no hay necesidad de imaginarlo, mi imaginación no llega a esos rincones tan oscuros que nos han enfriado el alma, al escuchar historias de terror como la de Natalia Ponce de Leon ó Rosa Elvira Cely.

Podría atreverme a afirmar que esta experiencia la hemos vivido alguna vez todas las mujeres que habitamos esta ciudad, con diferentes palabras, diferente andén y diferente acosador. Esta vez las palabras que me tocaron no eran ofensivas ni grotescas. Pues tengo que admitir que camino por los lugares más domesticados de esta ciudad. Barrios en donde hay vías para carros, bicicletas y peatones. Esos lugares en donde se cierran negocios, o robos, multimillonarios. Allí donde los privilegiados de esta ciudad, dividida en clases, suelen moverse, comer y vivir. Soy de ese grupo privilegiado, tengo que admitirlo, y si bien me he sentido insegura y acosada en esta ciudad, entiendo que las mujeres que viven otras realidades de Bogotá, la han pasado mucho, mucho peor, que yo.

Esto pasa no solo en Bogotá, sino en muchas ciudades de Latinoamérica donde el simple acto de salir a la calle, muchas veces, es un acto de valentía para las mujeres. Y en ese contexto latinoamericano, me encontré con un grupo de mujeres excepcionales. En un aquelarre virtual en el que todos los miércoles leemos y compartimos pensamientos e ideas de mujeres raras e incómodas como yo. Brujas. Locas. Que tienen su propia agenda y que quieren cuestionarse acerca de la forma en la que crecieron y fueron socializadas. Lo que hoy en día llaman feministas. Espíritus malhechores que aterran mucho más a la cultura actual, de lo que aterraba, en épocas inquisitivas las brujas a la sociedad de ese entonces. Brujas que seguro no incomodaban tanto como nosotras hoy en día.

En todo caso, nuestra bruja mayor y líder de estos encuentros maléficos, nos propone diferentes autoras para leer. Nosotras vamos. Lo que ella diga recibe siempre un SÍ. Más que por la lectura como tal, por escucharla a ella y escucharnos a nosotras.

Allí nos encontramos mujeres que estamos en un vaivén entre la retórica y la realidad. Entre las ideas y los hechos. Las brechas que existen entre el discurso y las acciones cotidianas. Y ahí estamos. Nos sentamos en nuestros escritorios. Viéndonos las caras. Riéndonos y leyendo en conjunto, a través de nuestras pantallas.

Lo que me trae a este relato que trata de hacer una versión, tropicalizada, del libro "La mujer singular y la ciudad" de Vivian Gornick.

Bueno, tropicalizada es un decir, porque de tropical Bogotá tiene poco o nada. Tal vez solo el imaginario de los extranjeros que creen que, porque llegaron a la zona "tropical" del mundo, Latinoamérica, pueden vestirse de pantaloneta, chancla y manga sisa; mientras los locales en Bogotá, andamos con doble media, esqueleto, camiseta, camisa, saco, chaqueta, gabán y bufanda. Una forma de vestirse por capas en esta Bogotá de clima "bipolar" del cual hablaremos más adelante.

Continuando con el aquelarre, durante semanas hemos hablado de los temas que atraviesan nuestras experiencias como mujeres en Latinoamérica. Allí hablamos acerca de esa necesidad de reclamar el espacio público como un lugar seguro para nosotras. Hablamos de las diferencias entre la ciudad de Vivian Gornick, Nueva York, y nuestras ciudades: Quito, CDMX, Cartagena, Medellín y Bogotá. Lo que me trae a esta divagación, en la que trato de imitar la forma en la que Gornick escribe ideas sueltas de sus vivencias en su ciudad.



Tengo cita al oftalmólogo. Es en un edificio a no más de cinco cuadras de mi casa. Me despierto a las 6:00 am y después de hacer pereza un rato y consentir a Lenon y Dalí, por fin me levanto a las 6:30.

Me baño. Me echo mis cremas de la cara y el cuerpo. Y ahora estoy en ropa interior, a punto de tomar una decisión muy importante, que comencé a tomar todos los días desde que inició la pandemia. ¿Me pongo lo mismo de ayer? Si o no. Desde que trabajo en casa uso el mismo pantalón y el mismo saco prácticamente toda la semana. Miro la poltrona en la que tengo mi ropa de ayer y decido escoger algo nuevo porque voy a salir.

Ahora estoy frente al closet. Y viene el proceso de vestirse. Ni siquiera miro por debajo del black out o la temperatura en el celular, sé que está haciendo frío. Aquí no hay necesidad de revisar el clima para entender con qué armadura debería enfrentarme a esta ciudad. En esta ciudad si hace frío en la mañana, ese mismo día, hará calor en la tarde. O si está haciendo sol en la mañana, seguro va a caer un palo de agua, duro, en la tarde. Así que hay que vestirse para estos cambios abruptos durante el día. Aquí la ciencia del vestir se resumen en una palabra. Capas. En Bogotá hay que vestirse por capas.

Abro mi closet. El tubo superior está lleno de camisetas blancas de cuello redondo, prenda básica que comprendí, funciona para todo tipo de ensamble y los momentos de sol en Bogotá. Elijo cualquiera.

Abajo están los pantalones y faldas. Miro las faldas con amor y añoranza, pero no, hoy no es un día para falda. Nunca es un día de falda en esta ciudad para mí. Ni por el frío. Ni por el roce que se genera entre mis muslos. Y tampoco por la incomodidad de caminar por las aceras de Bogotá en falda y potencializar los "piropos" de los que ya han leído. Entre mis opciones de pantalones tengo: jeans, desde negro hasta azul clásico; pantalones de dril azul oscuro y beige; Un pantalón de cuero negro, para los días más fríos; y muchos otros negros de no sé qué material, pero que son para ocasiones especiales. Hoy no es un día especial. Elijo el pantalón de dril azul.

Giro y abro el closet que está al frente. Allí tengo sacos y chaquetas. Un sinfín de opciones para ponerme sobre mi primera capa.

Elijo el saco de capota vino tinto. Hasta ahí la combinación me encanta. Blanco, azul oscuro y vino tinto.

Me pongo mis aretes de diario, unas "perlitas" que en realidad son bolas de plástico pintadas de blanco perlado y un collar delgado tipo gargantilla que solamente tiene un nazar que queda ubicado exactamente en la base de mi cuello. Aquí a los amantes de los accesorios para nuestro diario vivir existe la "fantasía". Todo tipo de accesorios que imitan el oro, las perlas, la plata y las piedras preciosas. Que sirven para decorar los ensambles pero que son lo-suficientemente-seguros para caminar por las calles sin el miedo de que nos arranquen una oreja, por robarnos la perla real.

Me maquillo. Analizo el estado de mi pelo. Hoy tiene demasiado frizz. Decido hacer una trenza gruesa con el mechón de la parte superior que inicia en la frente, y por cada mechón de pelo que ya no tiene el crespo definido, una trenza delgada. ¡Este look me encanta! Me siento como Lagertha. Llena de trenzas en este pelazo que me regaló la vida. Como toda una vikinga.

Voy ahora por la tercera capa. Gabán o chaqueta para poner encima del "hoodie" vino tinto. Tengo un gabán amarillo mostaza; un par de chaquetas de jean; una de cuero; un gabán de capota, impermeable, azul. Otras opciones que ya no me interesan porque ése gabán azul es el que elijo.

Salgo a la sala. En el zapatero al lado de la puerta, tengo unos tennis blancos, unos negros y unos botines de cuero negros. Me quito los crocks que llevo puestos. Me pongo los tenis blancos. Pongo a descargar uno de mis podcast favoritos. Elijo una bufanda de las que están colgadas en el perchero a la salida de mi casa. Tomo las llaves y el tapabocas. Conecto los audífonos al celular. Y salgo a caminar.



Los atardeceres de Bogotá son espectaculares. Recuerdo que, de regreso de la oficina, cuando aún vivía con mis papás, subía el puente de la 127 con autopista lo más rápido posible y cuando llegaba a la cima, descendía lo más lento que el tráfico me lo permitiese.

Una vez pensé que me estaba haciendo vieja por disfrutar de los atardeceres y los paisajes, y según mi definición de ese momento, hoy en día estoy viejísima. Si algo lindo tiene esta ciudad es que cuando atardece, al mirar al occidente se ven las nubes pinceladas de ocres, rojos y naranjas del sol que ya desapareció. A veces el fondo se torna lila y casi púrpura haciendo un efecto de contraste que hace imposible no dejarse hipnotizar por él. Al mirar al oriente se ven los cerros iluminados por "el sol de los venados", como me decían mis papás que se llamaba ese momento del día, cuando era una niña.

Tan fascinantes me parecen los atardeceres, aquí, que mi sueño es vivir en un apartamento alto, lo más alto posible, para que nada me tape los atardeceres. Y desde ahí contemplarlos mientras escucho a Vicente García o Bob Marley.

Mientras tanto, pido prestados los balcones de amigos que viven sobre la 7ma y tienen el privilegio de contemplar ese sol de los venados. Que ahora, pensándolo bien me hipnotiza desde que soy una pequeñita. Pues me veo claramente entre los asientos del carro de mis papás preguntando ansiosa cómo era posible que ese momento del día fuese tan mágico. Mientras estaba lo más pegada posible al vidrio panorámico, sin pestañear, para no perder un minuto de ese milagro efímero que me entrega esta ciudad diariamente desde que nací.



Alguna vez salí de mi casa a tomar el bus que me llevaba a la universidad. Yo vivía en Colina Campestre. Este bus pasaba por la Av Villas, subía por la 127, tomaba la 7ma y me dejaba en la 7ma con 57. Lugar en el que tomaba el transporte del Poli que me subía hasta su campus, que es divino por cierto. Es haga de cuenta un palacio de ladrillo, en medio de un bosque de árboles altos, en la punta de uno de los cerros orientales de la ciudad. Mientras subía, veía la inmensidad de la ciudad en la que nací, las calles, los edificios, el concreto. Siempre hacía frío. Claro, estábamos en otro piso térmico, decíamos los estudiantes del Poli. No sé si eso sea científicamente verificable, pero por el frío que me tocó allá arriba, por experiencia, definitivamente, era verdad.

Ahora, tengo que admitir que los bogotanos estamos acostumbrados a "chupar frío", como me dijo alguna vez un amigo español que vivía aquí.

Desde pequeños madrugamos a las cinco o seis de la mañana para llegar al colegio entre seis y siete a sentarnos en el patio o frente al salón a esperar al profesor. Mientras tanto, las piernas en la jardinera temblaban. Las manos trataban de calentar por partes el cuerpo. Las frotaba y me las ponía en las rodillas. La frotaba nuevamente y ahora calentaban la nariz y los cachetes. Después iban las orejas. Hacía esta operación innumerables veces mientras llegaban mis amigos y hablábamos de cualquier tema. Por fin llegaba el profesor con llaves y tinto en mano para resguardarnos finalmente en el salón y comenzar las clases.

En todo caso, volviendo a mi recuerdo universitario, estaba "chupando frío" en el paradero del bus a eso de las seis de la mañana. El bus todavía no había pasado y mientras tanto hacía este ritual de frotar las manos. Desde que estaba en la universidad, solo me calentaba la nariz y cachetes, pues claramente nunca me volví a poner una jardinera en mi vida. Además, en Bogotá no es conveniente usar falda, por el frío, y sobre todo si se piensa tomar transporte público.

Ese día tenía un jean, unas botas negras, camisa de botones, una chaqueta de jean abotonada hasta el cuello y una bufanda.

Estaba concentrada en ver los letreros de los buses que pasaban. Pasó un carro lujoso frente a mí. Creo que era un Audi. Al principio ni me di cuenta que el auto se había detenido dos cuadras adelante del paradero, en el que por cierto, me encontraba sola. Aquí es normal escuchar pitidos constantes en las calles, hasta que finalmente me di cuenta de que uno, entre esa infinidad de pitos, tenía el objetivo de llamar mi atención. Me pitaba y hacía con su mano señas de que fuera hasta el carro.

–Debe ser un amigo de mi papá– pensé – Ojalá vaya para el centro o por ahí para que me acerque–.

Caminé hasta el carro y me asomé por la ventana, que para ese momento, ya estaba abierta. Era un hombre calvo que nunca había visto en mi vida.

–¿Para dónde vas?– preguntó.

– A la Universidad– Respondí en automático tratando de entender lo que estaba pasando, o si conocía a esa persona.

– Súbete. Te llevo.–

No respondí. Comencé a caminar nuevamente al paradero. El señor comenzó a pitar desesperadamente, y a echar reversa. Al ver que se estaba acercando nuevamente a mí, me asusté. Saqué el brazo a cualquier bus. Paró. Me subí rápidamente. El audi se detuvo al ver el bus parar frente al paradero. Me senté en una silla del final del bus mientras éste, esquivó al carro lujoso, ahora detenido. Yo miraba por la ventana para asegurarme de que no siguiera al bus. No lo hizo.

Cuando sabía que ya lo había perdido, me levanté de la silla. Timbre y me bajé en el siguiente paradero.

Ya iba tarde a clase.



Bogotá. Bogotá no tiene mar. Bogotá no tiene mar, pero tiene ciclovía.

Bogotá. Bogotá no tiene mar. Bogotá no tiene mar, pero tiene ciclovía.

Una canción que quedó grabada en mi mente desde que era una niña.

Y cómo no hablar de la ciclovía de Bogotá. He ido mil veces. Una ley que salió no sé cuándo, ni con qué alcalde, en donde se decretó que todos los domingos y festivos algunas calles de Bogotá serían cerradas a los carros y se convertirían, entre 6:00 am y 2:00 pm, en vías exclusivas para personas haciendo deporte. Bicicletas. Patines. Patinetas. Gente trotando o caminando. Se convirtió en la excusa perfecta para hacer planes con los amigos. Para salir con la familia. Funciona hasta para encuentros románticos. También existen ciclovías nocturnas en las épocas navideñas, pre covid por supuesto, en donde la gente salía a ver la iluminación pública de la capital del país. Era un plan lindo. Alguna vez fuimos con mi prima, pero prometimos no volver. Era tal la cantidad de gente que no se podía montar en bicicleta.

Recuerdo que cuando éramos niños íbamos con mi papá y mi hermano, religiosamente, todos los domingos. Madrugábamos. Tomábamos la antigua vía suba, que de bajada era una nota, y solita. Llegábamos a la avenida suba a buscar la Boyacá, ese era el pedazo más riesgoso de todo el trayecto. Yo moría del susto de ver a los carros pasar a toda mecha, por mi lado. En la avenida Boyacá ya estábamos en la famosa ciclovía de Bogotá, un lugar seguro para todos los que íbamos en bici a recorrer "el reemplazo" del mar en esta ciudad de cerros y ríos. Llegábamos a la altura de la calle 116 con Boyacá, y subíamos por la 116, buscando el anhelado jugo de naranja con zanahoria. El "Boccato di cardinalli" para mi papá.

Una vez llegábamos a los puestos de jugos y frutas de la ciclovía, en la 116 con avenida 19, mi papá pedía su jugo y mi hermano y yo un salpicón. Yo creo que debido a ese tratamiento de adquisición de defensas a punta de comida de la calle a la que nos sometió mi papá, no solo por el salpicon de ciclovía, sino por las arepas y lechona de San Andresito, es que mi hermano y yo tenemos un estómago resistente a todo. Pues hoy, a mis 33 años, puedo decir que nunca me he intoxicado o me ha “caído mal" algo. Y algo picho tendré que haberme comido alguna vez, digo yo.

En todo caso, volviendo a la famosa ciclovía de Bogotá, una vez terminábamos la parada obligatoria del salpicón y jugo de naranja con zanahoria, emprendíamos nuestro viaje de regreso a casa. Subíamos el puente que pasaba sobre la autopista. Un ensayo corto de lo que se me venía cuesta arriba, por la antigua vía suba. Recuerdo que en una de las tantas subidas de ese puente, estaba tratando de lograr llegar a la cúspide sobre la bicicleta, y no al lado de ella. Cuando en ese esfuerzo titánico, el timón se me volteó. Me le atravesé a alguien que venía a buen ritmo. Esos para quienes subir un puente es lo más fácil del mundo. Me tumbó. Caí mal y fue allí donde me partí el brazo izquierdo.

Una de las tantas veces que me partí los huesos. Siempre de la mano con mi torpeza en los deportes y mi osadía al creer que "no me iba a quedar grande" lo que fuera que estuviera haciendo.

Otra de las partidas de hueso fue cuando me puse los patines y traté de bajar una colina de mi conjunto que, parecía más una finca que un conjunto residencial. Otra, cuando fuimos a la pista de hielo que estaba ubicada frente a Unicentro.

En lo que tenía que ver con las subidas en bici, siempre me han quedado grandes. Siempre termino bajándome de la bici y subiendo, la subida que sea, a pie.



Tengo que imprimir un documento. ¡Uff cómo es de cansón tener que ir a imprimir lo que sea! Gracias al cielo vivo en un lugar donde consigo cualquier cosa, entre esas una papelería.

Guardo el documento en una USB. Saco un billete de 2.000 pesos de la billetera. Guardo mi celular en el bolsillo de la chaqueta y salgo. De la portería de mi edificio, a la izquierda tengo un barrio residencial hermoso. Lleno de parques. Con árboles altísimos de hojas grandes y otros llenos de flores. Banquitas para sentarse a leer. Juegos para niños. Canchas múltiples. El espacio perfecto para disfrutar de Bogotá y sus recovecos.

A mano derecha está la calle 100. Allí el caos. Donde necesito ir.

Cruzo el paso peatonal que hay debajo del puente de la calle 100 con autopista. Me encuentro, en ese paso, un puesto ambulante de chécheres. La reja que no deja pasar la comida en el lavaplatos. Cucharas de palo de todos los tamaños. Ralladores. Bufandas. Guantes. Una miscelánea expuesta sobre una manta en el piso. Quien atiende es un señor de chaleco de jean con taches que tiene un pitbull con bozal, siempre a su lado. Atravieso ese pasaje y me encuentro con la bahía que hay antes de pasar la oreja vehicular que conecta el carril sur de la 100 con el carril oriental de la autopista.

Está el famoso puesto "Arepas de la 100", supongo que son buenísimas, pues siempre que paso hay fila. Sobre todo en las mañanas. Esta vez solo hay como cinco personas esperando su desayuno. Espero en el cruce mientras los carros nos dan paso a los peatones.

Cuando llego al anden del frente, tengo que hacer maromas entre el puesto de donas; el puesto de guanábana con leche condensada; el de suculentas; el de libros para colorear, el de bufandas entre otros que bloquean el paso al andén.

Logro mi cometido y llego a la otra acera. Camino por un anden un poco más vacío. Ahora los vendedores solo ocupan el lado izquierdo de la acera.

– "¡Tapabocas por unidad!"–.

Pitos.

Un rumor ilegible de la gente.

El tac tac tac de los pasos en el puente peatonal de la estación de transmilenio. Una ambulancia.

–"¡AAAAguaaacate!"–.

El caos.

La estación de Transmilenio de la 100 a mi derecha. A mi izquierda un restaurante italiano, un Juan Valdez, una droguería y por fin llego a la papelería.

Saco de mi bolsillo la USB.

Estoy aturdida.

Quiero irme ya.

– Buenas. Mira es que necesito imprimir un documento–

–En el módulo 7 por favor. Guárdelo en mis documentos– me dice la señorita que distraída cuenta hojas.

Sigo sus instrucciones.

La ambulancia sigue ahí. Me va a reventar la cordura a punta del iiiiu iiiiu iiiiu.

– Listo– le digo.

– Ya se lo entrego.

Me entrega los documentos. Le paso el billete de 2.000. Y mientras ella abre la caja para entregarme las vueltas, me doy cuenta que mi cédula quedó mal.



Tengo un "Tinder Date" con un mexico o ecuatoriano. Ya no recuerdo. Le propongo que tengamos nuestra cita en el museo del oro.

Como siempre, saco cualquier excusa para ir a uno de los lugares que más añoro de esta ciudad. Él acepta.

– Bueno si la cita es un fracaso, por lo menos estaré ahí– Sonrío para mis adentros y me levanto de la cama para bañarme.

No entiendo muy bien qué es exactamente lo que me atrae tanto de este lugar. Es un museo que he recorrido innumerables veces. Al que además no le perdono la visita si por cualquier razón tengo que ir al centro. Comienzo siempre desde arriba, contemplando durante varios minutos la balsa muisca. ¡Es que es perfecta!

Me maravillo con los detalles. Imagino la ceremonia y veo la película que proyecta esta balsa diminuta en mi pantalla mental.

Un hombre bañado en oro. Sobre una balsa bañada en oro. En medio de una laguna color esmeralda. Rodeado de todos los habitantes del pueblo muisca viéndolo esperar el primer rayo de sol. Para que, bañado con esa luz, brille y sea coronado como el nuevo cacique. Es que solo escribiendo los ojos se me llenan de lágrimas de alegría. Después de mi película mental paso a la imperdible sala "La ofrenda". Espero unos minutos mientras es el momento de que comience. Entro emocionadísima. Como si siempre fuera mi primera vez. Escucho los cantos. Quiero tener mil ojos en ese momento, uno por cada objeto brillante que se ilumina sobre el fondo azul. Ese juego de luces y sonidos que imitan el ritual que en otros tiempos los pueblos originarios de estas tierras tenían la tranquilidad de hacer. Me deslumbra todo lo que allí en esa sala pasa.

Me despierto de mi sueño y termino de bañarme rápidamente. Me visto y mientras tanto, le escribo a la persona que es mi excusa perfecta para ir allá, que nos vemos en la estación de transmilenio de la calle 100.

Salgo de mi casa camino a la estación, subo el puente peatonal, entro a la estación y lo encuentro. Hablamos de cualquier cosa mientras llegamos a la estación de las aguas. Nos bajamos y comenzamos a caminar por el eje ambiental.

Nuestra conversación se interrumpe mientras nos quedamos viendo a un habitante de la calle que en plena luz del día, comienza a desnudarse al lado de los cuerpos de agua del río San Francisco que canalizó un diseño de Salmona. Deja sus pertenencias en la base de una de las palmas de cera que rodean este lugar y, se comienza a bañar. El extranjero me mira. Yo estoy muda. Él trata de llenar el vacío.

–Tranquila, en todos los centros de nuestras ciudades pasan este tipo de cosas–

Seguimos caminando.

Termina mi cita. Entro a mi apartamento. Me quito los zapatos y la chaqueta. Me siento en mi poltrona a ver las historias de Instagram y me encuentro con una de Isaac. Siento que no hablo con él hace siglos. Respondo a su historia

– Hola Guapo!– Con tres emojis de caritas enamoradas.

– Hola. Te amo y extraño. Chao– Me responde.


 
 
 

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