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Carta a Chemi

Me volteo hacia el mueble para agarrar la primera perla y ponérmela. 

— Hola Chemi —te saludo, como todas las mañanas, viéndote en mi altar.

Mi patrona, guía y acompañante espiritual en este proceso de desarraigo de Bogotá y echar raices en Londres. Me vine aquí con tu foto, tu denario y el chal que mi tia N me dio, atendiendo a ese llamado urgente que le di, una vez me confirmaste que me ibas a acompañar, contundentemente, meses antes de venir:

Termino de llorar. 

Estoy llena de miedos. Tengo mucha incertidumbre. Me muero del susto de que la gente se olvide de mí. La cercanía espacial es importante, pienso, y por más whatsapp, llamadas con cámara en tiempo real y toda la tecnología que tenemos, me cuesta mantener relaciones con las personas que están lejos. Mis sobrinos y mi relación con ellos, sobretodo, es la relación que más angustia me genera. 

S me mira y espera, mientras termino de desahogar todas esas angustias en el llanto. 

—Te está abrazando —me dice —Esta demasiado feliz de que te vayas. Te va a acompañar en Londres.

Fuiste la primera que se presentó en la sesión con S, la más emocionada con mi mudada a Londres y seguramente la que más presionó, por allá en la altas esferas de los mundos sutiles, para que todo se diera. 

Fuiste tú quien llegó con las noticias y certidumbre que necesitaba. Me garantizaste que mis relaciones importantes estaban lo suficientemente sólidas, me dijiste que me iba a ir muy bien en el trabajo y que, todo lo que iba crecer espiritual y personalmente, iba a potenciar muchos aspectos de mi vida. 

Después de abrazarme me dijiste que mi tía N tenía algo tuyo para que yo me llevara.

Paréntesis para quienes leen esta carta: Sí, Chemi es mi abuelita paterna. Su nombre completo era Ana Celmira Guarnizo Montoya, nació en 1928 en Girardot Cundinamarca y murió ya hace algún tiempo, no me acuerdo del año, pero, si me acuerdo claramente cuando su ataúd salió de la iglesia y estallé en llanto, al punto que mi mamá me tuvo que contener y sostener en un abrazo. Ahora regreso a hablarle a ella, sí, así nunca lea esta carta, porque sé que estuvo y esta cerquita, muy cerquita, en esta etapa.

Muchos amigos escépticos creerán que estoy loca, que claramente tu no estuviste en la sesión con S, y que todo son cuentos místicos, raros, de gente que se deja convencer de bobadas, sin embargo yo estoy convencida y creo firmemente que existe mucho más de lo que podemos ver y tocar, mucho más aún de lo que la ciencia a logrado corroborar con el método científico, y esto no se lo debo a los tantos cursos que he hecho ni a las lecturas de tantos libros, no, si creo en dimensiones sutiles, espíritus, brujas y demás temas que le pueden sonar a alucinaciones y fantasías a muchos, es gracias a ti y a todas las brujas con las que me crie. 

Bruja. Madre. Chef. Brava. Tierna. Terrenal. Celestial.

No hablabas casi cuando había mucha gente. Disfrutabas mucho más los foros pequeños.

Jugar parques con tus nietos, gritándonos —¡tramposos! No juego más —cada vez que una de tus fichas amarillas se iba por tercera o cuarta vez a la cárcel. Echando chisme con tus hijas N y E mientras preparabas un buen arroz con leche, una torta de yuca o un sudadito de pollo, echando a los nietos e hijos de ojos claros bien lejos de la cocina porque si miraban la mezcla la cortaban, y diciendo ya sentada en la mesa y con la satisfacción de la labor cumplida —Ah delicia —con lo que terminabas tu jornada. Después venia la tarde de mentiras, enredos y dramas, sentadas en el sofá de cuero café, en la sala de la casa en la finca, acompañándonos en una tarde de novelas que veíamos religiosamente todos los días de la semana entre las 4 pm y las 10 pm. Tal vez,, por estas tardes de novelas contigo viendo MariMar, María la del barrio, Café y muchas otras, es que hoy en día disfruto tanto, tantísimo, los dramas, las historias, los cuentos y los chismes.

Ah pero, mis momentos favoritos contigo, era cuando nos sentábamos en la sala a hablar de tus historias de espíritus, visitas del más allá y demas sustos que habías tenido.

Comenzaron cuando estaba en el colegio y las plagas de piojos invadían este pelero, divino e indomable que solo tu lograbas controlar, hoy en día suena cómico, pero cuando estalle en llanto en tu funeral, el recuerdo de estos momentos fue lo que me hizo llorar. Yo, sentada en el piso con mis cabeza entre tus rodillas, y tu, con una peinilla masajeando, peinando y matando piojos mientras me contabas tus historias de tesoros, espantos, fantasmas y brujas en ese territorio mágico que eligieron tu y mi abuelito para vivir en Viotá.

Luego, siendo ya mas grande, me enseñaste a tejer en croché, mientras me contabas las mismas historias una y otra vez. Yo no me cansaba, y quería volver a escuchar todo mil veces, quería extraer los detalles, entender lo que sentiste, imaginar en mi cabeza las descripciones que me hacías, dibujar las escenas, y repetirlas interminables veces a partir de tus relatos. 

Quería sentir lo que sentiste, escuchar lo que escuchaste y ver lo que viste. 

Con la historia del gigante de la guaca, te pregunte que cómo sabías que era un gigante, me respondiste que por las vibraciones en el piso de sus pasos, te pregunte que cómo sabías que se acercaba a ti, y me dijiste que por el crujir de la hojarasca que tenias alrededor, te pregunte que cómo sabías que te iba a agarrar, y ahí, regresaste a ese momento, te cambió la cara, brincaste del susto y hiciste la imitación de cuando se abren los brazos a su longitud máxima y se cierran en una tenaza implacable. Te pregunte que qué hiciste, y me respondiste que saliste corriendo buscando a mi abuelito, que te estaba esperando con la escopeta a la entrada de la casa, a ti toda vestida de blanco y con un rosario en la mano. Me explicaste que te habías ido ese viernes santo a las doce de la noche a rezar, siguiendo las instrucciones de la bruja que había dicho que esa guaca era solo para ti, y que la forma de conseguirla era sentarse a rezar en la piedra que tenia la señal indígena, a esa hora ese día, y no con las incontables horas que pasaron tus hijos, sobrinos y marido excavando debajo de la señal.

Con la historia de la muerte de tu hermano, te pregunte si estabas despierta, dormida o en duermevela, no sabías, quería saber exactamente la pinta de ese hombre que se apareció en tu ventana y te anuncio que, —se lo llevaba— en mi cabeza era un torso vestido con camisa de cuello blanca, corbata negra y chaqueta negra de traje. No estoy segura si, es mi imagen mental o, tú me lo describiste, lo que si recuerdo es que me dijiste que no le viste la cabeza, no sabías si estaba descabezado o no, pero el mensaje fue contundente: Me lo llevo. Tu le pediste que por favor no se lo llevara, pensando que se refería a mi abuelo. Ese hombre, fantasma, espectro, o el mismo Thanatos no dijo nombres, al siguiente día te enterarías que había sido tu hermano Felix a quien se había llevado. 

Cuando tú y mi tia N, me contaron de la procesión invisible que invadió la sala de la casa mientas rezaban juntas el rosario. Yo quería saber la hora exacta, fue al atardecer entre 5:30 y 6:30. Pregunté porque sabían que era una procesión respondieron que por la multitud de voces, que comenzó a acompañarlas en el rosario que, inicialmente se sentían a lo lejos y que después se fueron acercando a donde ustedes estaban. Relataron cómo el pánico no las dejó moverse, tu te quedaste sentada en la poltrona mirando hacia los arboles de mango y mandarina, y mi tia en el sofá, mirando hacia la piscina. También cómo el pánico luego les impidió seguir rezando en voz alta y la procesión, que ya comenzaba a inundar la sala, con sus cientos de voces invisibles, pasos y, más asustador aún, cadenas, las rodeaba como una niebla acaparando todo el espacio. —Santa Maria madre De Dios —decían las voces que retumbaban en el espacio, vacío, no había nadie de este mundo diciendo esas palabras, —ruega por nosotros los pecadores — labios invisibles repetían. Pasos que marchaban al unísono en pies que no podían ustedes ver, y cadenas se arrastraban imposiblemente, en el mismo piso que sus pies temblorosos y tiesos estaban tocando. La procesión entraba por el lado de la piscina, recorría la sala completa y el terreno al frente de ella, luego bajaba por la pequeña colina que era la entrada a la finca. Una eternidad pasó, siendo ustedes espectadoras de esta procesión invisible, hasta que esa niebla se fue disipando de la sala, ya, se escuchaban solo en la colina, las cadenas fueron las primeras que se dejaron de escuchar, luego los pasos y por últimos los —Dios te salve María…— cada vez mas suaves, en cientos pero cada vez más lejos de donde ustedes estaban. Ya se había hecho de noche, el pánico por fin libero sus cuerpos y voces. Cuerpos sudando de angustia, esperando que mi abuelo llegara de una vez por todas a rescatarlas, no sabían ya ni de qué.  

Siempre fuiste una presencia muy mística en la familia, no porque quisieras crear ese halo de misticismo con palabras, no, solita, con tu capacidad de crear magia a tu alrededor, fuera con un sancocho, una torta de yuca, muchas arepitas o un buen guiso. Con tus ganas incansables de salir, pasear, ver y visitar a gente y antojarnos a todos de salir de la casa. Y a mí me transmitiste esa magia, sobretodo, con tus historias, las que relaté aquí, y todas las que no estan en esta carta. 

Tal vez querías que yo experimentara esa misma magia que tú ya no me podías entregar en este mundo, y me trajiste a la isla en la que abunda la magia, las leyendas, las historias, los dramas y los acontecimientos. Sabías que aquí cualquier pared, tenía la capacidad de contarme una historia, que habían iglesias más viejas que Colombia, Dioses y Diosas celtas, romanas, anglosajonas, católicas y anglicanas. Triunfos, guerras, héroes, tiranos, espectros, demonios y angeles, todo lo que una hambrienta de historias y magia puede querer, está aquí. 

Pero también sabías lo duro que era desarraigarse de la propia tierra, especialmente por la forma en la que te arrancaron de la tuya: En la noche sobre Lucerito, tu yegua, embarazada y con tu primera hija  en brazos, entre cafetales para que los chulavitas no las mataran. Dejando atrás no solo a tu familia, sino a tu territorio. Te arrancaron de tajo las raíces de la finca Monserrate, una finca tan abundante, que lo único que tenian que comprar en el pueblo era sal y panela, el resto se los daba la finquita. Ese territorio, la colonia del Sumapaz, una vereda en el pueblo de Villarica Tolima, en donde tus papás tenían el hotel Andalucía el mejor y más grande del pueblo, ese donde aprendiste a cocinar y ayudabas a preparar el desayuno para más de setenta personas, el mismo sitio en el que conociste a mi abuelo, a “mis ojitos” como le decías, el hombre más guapo de todo el pueblo, —¡El más divino! — Me lo decías y recalcabas como si lo estuvieras viendo por primera vez, otra vez, el amor a primera vista, a segunda, a tercera y las vistas que tuvieron en cada mañana durante más de sesenta años de matrimonio.

Al mismo “mis ojitos” que le tocó salir de la colonia huyendo porque lo iban a matar, y que tú seguiste días después, para llegar a Bogotá, una ciudad fría, gris, lluviosa, en la que solo conocían a una prima que, les ofreció una pieza, con una gotera enorme, que enfatizaba la injusticia, la violencia, la crueldad con la que te habían sacado de tu tierra. Ese insoportable Tic…Tac…Tic…Tac de las gotas que caían sobre el balde, invadían de crueldad, tu nueva realidad: pasando los últimos meses de embarazo mientras cuidabas a tu bebe con frio e incertidumbre, mientras mi abuelito buscaba empleo, primero consiguió como policía y luego, un puesto como operario en Acerías Paz del rio, puesto para el que le tocó mentir, y decir que era conservador para que se lo dieran.

Por fin dejaron atrás a la antipática Bogotá y, la infame gotera, para tener una casa en el barrio libertador en Sogamoso, que se volvió tu nuevo hogar.

Lo sabías.

Conocías a profundidad la añoranza, el dolor de tener a los que quieres lejos, la nostalgia de recordar lugares a los que posiblemente no vas a volver, el vacío que se siente al darte cuenta que quienes se quedaron allá, lejos de tí, siguen con sus vidas y no vas a presenciarlas, ni hacer parte de ellas.

Sentiste profundamente, y por eso estas aquí, por eso estas en mi altar y en mi pared de fotos.

Por eso me mandaste con tu chal negro, para abrigarme cuando tenga frio en el cuerpo o en el corazón, para que los sonidos de la noche no sean infames, para mostrarme las pistas de cómo se construye un hogar lejos de donde uno nació y creció, para enseñarme cómo se superan las pérdidas, la nostalgia y la añoranza de los que ya no te pueden dar un abrazo mañana, sino que toca esperar meses o años, tal vez me estas entregando pistas y herramientas, para que yo aquí en Londres, logre construir un hogar, así como tu construiste el tuyo, en el barrio libertador, con “El más divino” y tus cinco hijos. 

 
 
 

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